Era un setter irlandés. Una espolvoreada de canela en escarcha dorada esparcida sobre cuatro mástiles y un hocico color azabache. Caballo de cartón para los niños del barrio y clarinete de sinfonías en esos atardeceres en que se quedaba mirando como queriendo interpretar canciones azul turquesa. Era un oleaje de estallidos luminosos buscando anémonas del pensamiento en el fondo de los riachuelos. Y era algo mucho más que una simple presencia cuando su compañía venía a ser hálito amoroso de dulce compartir.
Recuerdo que por las tardes, cuando caminábamos por los agrestes senderos de las campiñas, “Chester” era una especie de romántico vaporoso de las flores y las mariposas, perseguidor de lagartijas no para dañarlas sino para jugar con ellas a las marejadas de los sentimientos. Y al igual que el “Platero” de Juan Ramón Jiménez, también él rezumaba poesía entre las adelfas y los rododendros y también él era “d’asero”…
Ahora que se fue, envenenado por la envidia de algún anónimo destructor de vidas alegres, sigue correteando entre las galaxias de un universo plagado de amores; ladrando y saltando de estrella en estrella, cuajado de brumas nebulosas, llamándome a participar de todo el concierto universal que tiene su cuerpo de madrépora canina… pidiéndome que perdone para poder seguir sintiendo amor hacia los seres humanos. Y “Chester” color canela tiene razón. Un ser humano comete depravaciones como envenenar a un amigo pero… hay muchos otros que llevan sentidas flores a su tumba.