Que Marcos es un alcohólico incorregible lo saben todos los familiares y todos los amigos de los familiares. Lo que no sé es qué culpa tengo yo de que Marcos sea un borracho sin posibilidad alguna de recuperación para la sociedad de los serenos. Mas, al parecer, a Marcos le dan ataques de auto violencia estrellando su propia cabeza contra la pared después de haberse abofeteado la cara con ambas manos mientras grita ¡soy tonto, soy tonto y soy tonto!.
El asunto es que yo sólo tengo unos pocos meses de edad y que a Marcos le ha dado, en medio de la fiesta, por intentar que no va a dejar de ser un borracho durante toda su vida porque piensa que su vida no vale más de un real. Así, que hablando de cosas reales, aprovecha un descuido de todos los familiares y amigos de todos los familiares para, cogiéndome con una de sus temblorosas manos, acunarme cantándome la “Canción del pirata” y, como está “pirata” del todo, me saca por la ventana al vacío (supongo que con su mano derecha) desde el piso quinto de la calle madrileña de Alcalde Sáinz de Baranda, número 56, que es, en realidad un sexto piso porque el primero se llama bajo.
Desde ese mismo momento en que estoy colgando del vacío empiezo a entender la vida y los problemas de la existencia humana. Miro al cielo y observo que pronto va a estallar la tormenta pero yo, tranquilo, sólo empiezo a sonreír para asombro de todos los asistentes a la fiesta. Miro después al suelo, desde aquella enorme altura, y espero no caer; porque no es lo tener una muerte limpia que morir lleno del barrizal y el fango de los bajos fondos de la ciudad. Miro a Marcos y le veo tiritar mientras comienza a balancearme sobre el abismo mientras a mi cerebro le llegan las imágenes de un futuro muy prometedor y perfecto. Bien. El asunto debe ser que me he encomendado a Dios y mi ángel de la guarda me está protegiendo.
Escucho la agitada respiración del borracho Marcos y, de repente, se me escapa una nueva sonrisa. El aire fresco me acaricia la cara. Confío. Pero a este Marcos alguien le va a soltar un par de ostias. Por ejemplo, mi padre. Antes de que mi padre tome cartas en el asunto, el alcohólico parece pensárselo mejor y me introduce de nuevo en el comedor. Mientras mi madre me cobija entre sus brazos, la mujer de Marcos, conocida como Bonifacia, es la que le ha soltado un par de ostias a su esposo; algo que el alcohólico sin remedio alguno no olvidará jamás en su vida porque ya jamás se le ocurrió ni acercarse a mí.
El suceso, después de las dos ostias que Bonifacia le dio a Marcos, terminó con el borracho dándose de cabezazos contra la pared después de haberse auto bofeteado la cara con sus dos manos. Y desde entonces, cuando lo recuerdo como si lo estuviera viviendo en presente, me parto de risa.