Miércoles, 20 de febrero de 2002 (20022002). Fecha completamente capicúa. Como fue la del 10 de enero de 1001 (10011001) cuando un barco vikingo comandado por Leif Ericsson ancló en tierras americanas de la Península del Labrador (a las que llamó Vinland) cinco siglos antes de que Cristóbal Colón llegase a Guanahaní (El Salvador) y diese a conocer América al mundo entero. Y como fue la del 11 de noviembre de 1111 (11111111), la fecha más capicúa de las que hemos conocido, cuando la mitad de la Península Ibérica estaba gobernada por el príncipe almorávide Yusuf ibn Tasufin “El Guerrero Azul”, mientras Alfonso VII de Castilla era coronado rey de Galicia y en Mesoamérica los aztecas salían de Actlán rumbo al Valle de México para iniciar la expansión de su imperio. O como lo será el 30 de marzo de 3003 (30033003) si es que para entonces aún existen los humanos sobre la faz de la Tierra.
El caso es que este 20022002 yo voy, como todas las mañanas, en un autobús del Aguila Dorada, a impartir mis clases de Literatura en el colegio El Sauce de Cumbayá, en las afueras del nordeste de Quito. Y por ser fecha tan anecdótica anoto en mi diario que en Literatura Americana hemos estado hablando de Ángel Felicísimo Rojas, el célebre escritor ecuatoriano de El éxodo de Yangana de quien tengo grata memoria porque le conocí personalmente antes de que muriese en el 2003. Anoto también que en Literatura Española hemos tratado del escritor asturiano Ramón Pérez de Ayala a través de las páginas de su obra Tigre Juan. Y, para no ser menos, anoto que en Literatura Universal nos hemos explayado, este día, con el dramaturgo francés (de origen rumano) Eugene Ionescu porque estamos tratando de desentrañar las claves del texto teatral de La cantante calva.
Tras compartir la clase con mis alumnos y alumnas de El Sauce, acudo a la recién inaugurada Universidad de San Francisco para seguir investigando sobre el pueblo amerindio de los cumbayá que, junto a los quinche, cayambe y tumbaco, formaban parte de la gran Confederación de quitus y caras del Reino de Quito (antes de que llegaran los incas para formar aquí su Chinchansuyu imperial).
Por la noche toda la familia nos hemos trasladado, este 20 de febrero de 2002, a nuestra casa de Cumbayá (población que cada vez se va extendiendo más y más debido a que muchos son los habitantes quiteños que compran aquí su segunda vivienda para huir de la contaminación y el estrés de la capital ecuatoriana), donde mi amigo holandés Alexander Drost va a celebrar una fiesta con sus compatriotas (para festejar la boda del príncipe heredero Guillermo de Orange con la argentina Máxima Zorrigüeta) y a la cual hemos sido todos invitados.
Nuestra casa de Cumbayá tiene mucha historia. Es una vieja hacienda de piedra y madera, que mandó construir el histórico Francisco de Orellana, conquistador y explorador español que en 1542 navegó por el río Amazonas hasta llegar a su desembocadura en el delta atlántico de la isla de Marajó (gran isla de 40.000 kilómetros cuadrados). En esta casa de Cumbayá era donde Orellana descansaba con su tropa de soldados españoles e indígenas antes de aventurarse, junto con Gonzalo Pizarro (hermano de Francisco Pizarro y por aquel entonces Gobernador de Quito) en sus mitológicas búsquedas de las leyendas del Tesoro de El Dorado y el País de la Canela. Mucha historia hay en esta casa, situada en el Camino de Orellana (nombrado así en memoria del explorador extremeño) a donde llegaba procedente de la ruta que descendía desde Quito por el Monasterio de El Guápulo camino hacia el Amazonas.
Aquí descansaba en estos bancos de piedra que todavía existen junto al pozo de agua construido con ladrillos de color bermejo, a la sombra de los árboles de las guayabas, los chirimoyeros, los naranjos, los limoneros y las plantas de café de donde se servían calientes tazas antes de salir hacia las aventuras y tras beber agua de este pozo rodeado de arbustos a cuyas vistosas flores acuden los colibríes a revolotear entre ellas y succionarlas sus deliciosos néctares. Sobre la boca del pozo hay hoy una parrilla donde se realizan fritadas, hornados y churrascos en días de fiesta como hoy.
Este 20 de febrero del 2002 hace ya 464 años (otro número capicúa) que mi coterráneo Orellana (él cacereño de Trujillo y yo pacense de Badajoz) inició su aventura más célebre cuando partiendo de esta vivienda, bajo el pretexto de ir a buscar alimentos, se alejó de Gonzalo Pizarro y se adentró, con un grupo de valientes voluntarios, por el río Amazonas para atravesar el gran y recóndito Brasil (Tefé, Coán, Solimoes, Manaus, Iracoatán, Santarem…) y llegó hasta Macapá y Marajú. ¡Había descubierto la desembocadura del Amazonas en el Océano Atlántico!.
Y aquí, en esta histórica casa de Cumbayá de donde salió aquella expedición se celebra hoy (20022002) esta fiesta nocturna compartida entre todos los holandeses residentes en Quito (con el embajador y el cónsul de los Países Bajos incluidos) con los que tengo el gusto de compartir conocimientos históricos y culturales. Fiesta amable, simpática, festejadora de la boda del príncipe Guillermo mientras tomamos bocaditos de queso holandés y foie-gras de ganso antes de cenar a la par que estamos escuchando la música que toca una banda holandesa situada en lo alto de las escalinatas de piedra que se encuentra al fondo del jardín… al mismo tiempo que nos atienden unas lindas modelos vestidas con los trajes típicos de Leiden (la vieja ciudad de la Holanda Meridional, situada entre La Haya y Haarlem, donde nació mi amigo Alexander y donde nació y vivió, entre los siglos XV y XVI, el gran pintor Lucas de Leiden (1489-1533), el de las escenas de género y los temas bíblicos llenos de virtuosismo y arte pictórico de primer orden).
Hoy, los invitados holandeses, españoles y ecuatorianos, nos entrelazamos amistosamente formando una sincrética tertulia donde se comenta el nacimiento de las Provincias Unidas (los Páises Bajos) en 1548, el descubrimiento de la desembocadura del Amazonas en 1542 y la vida social y comunitaria de la tribu de los cumbayá amerindios de 1420 (antes de que fueran conquistados por los incas).
Ha sido una hermosa fiesta nocturna que queda fuertemente grabada en mi memoria y de la que dejo constancia escrita en mis cuadernos americanos. Día de compartir cultura, civilización y, sobre todo, entendimiento sano entres seres humanos de buen corazón.
Sigue así y acabaré amando las Matemáticas. Los números vistos desde la curiosidad y el mensaje oculto pueden llegar a ser apasionantes.