Se decía de ellos que eran extranjeros, pues tenían la tez blanca como la tiza, el pelo y las cejas rubias como la avena, y una cierta finura extraña al andar. La familia Glücklich (pronúnciese gluilijk) había acaparado la atención de los habitantes de la zona desde su llegada a la casa del escritor Galdós. Representaban una familia rica, saludable y bien posicionada. Sin embargo, a su alrededor se emitía un deje de infelicidad, parecían algo tristes. Sobre se los veía aburridos, muy aburridos: cualquiera hubiese jurado que en la vida se les había visto sonreír. Bien es cierto, aún así, que en la familia había una magnífica excepción: el padre, un hombre de esplendidas facciones, iluminadas por algún áurea de honestidad, mentón muy marcado, barba inexistente, unos labios finos y sinceros que a muchas mujeres le hicieron pensar que era dúctiles al uso; y que por lo demás, parecía vestir como un buen inglés de la época.
Solía andar por el mercado y se relacionaba bastante bien sin problemas, hablando un perfecto español.
La mujer era de aspecto seco, ni mucho ni poco agraciada, la cual dejaba entrever a la altura de su pecho dos senos generosos, que hacían olvidar su poca belleza. Vestía siempre de forma elegante y formal, como si a cada momento le surgiesen acontecimientos importantes.
De las hijas poco se sabía, pues casi nunca se las veía por la calle.
Corría el mes de junio de 1921, y la casa Galdós había sido comprada por los Glücklich. Siempre se pensó que en su lugar nacería algún tipo de museo, por lo que concluyeron que en la compra se había invertido una gran suma de dinero, que solo alguien de inmensa riqueza podría haber hecho tal cosa, y nadie dudó de ellos, pues la familia así lo aparentaba. Ciertos días se les había visto dándose los más inusuales lujos: coches de horas (autobús) privados, servicios exclusivos de mantenimiento, etc.
Era verano, y eso se notaba en el clima, aunque ya todos estaban acostumbrados a tales temperaturas, su piel así lo describía y sus ojos miraban medio cerrados, adaptados a la luz solar.
En ocasiones, en aquellas tardes calurosas donde hasta el último rincón apartado era un infierno en sí, era posible divisar a las palomas, que emigraba desde lejos, para llegar a la costa y acabar así con su viaje estacional. Y no solo palomas, también se avistaban gaviotas, águilas de pequeño tamaño y demás aves voladoras. Pero, aquel día, aquel año de tantos lustros atrás, pudo verse como un pájaro de enorme tamaño volaba por entre las gaviotas venideras, y destacaba con disparidad pues, a diferencia de ellas, de pelaje fino y blanquecino, sus plumas eran negras como la noche, su pico de aspecto duro y robusto, garganta hirsuta y cola en forma de cuña. Los hombres y mujeres de la zona coincidieron en lo extraño del suceso, aunque solo uno de ellos, un viejo llamado Falcón, conocido como el Callejero de Las Palmas por sus largas estancias por las calles de la ciudad, atino en un detalle que la gran mayoría desconocía: los cuervos solían viajar en parejas; era, la monogamia, una estricta regla de su naturaleza, nunca viajaban solos. Y por ello lo llamaron,- como más tarde el viejo citara sarcásticamente:”con una evidencia inhóspita”-, el Cuervo Ermitaño.
Un día, cierto fue que al alba el grito de Felipe despertó a medio pueblo. Felipe era un pobre desgraciado que vivía en la calle, y que como a Pedro el de los lobos, nadie creía de sus historias, pues siempre andaba renqueando, sempiterno, por entre los callejones que habían las puertas a su ya vieja mala vida. Pero no pudieron más que creerle lo que su garganta raspante gritaba al alba, pues ellos mismos pudieron comprobarlo más tarde con sus propios ojos; el cuerpo frío del hombre de la casa Galdós había aparecido sin vida, con evidentes signos de violencia y la garganta casi decapitada, encontrado en medio de la calle donde vivía la familia, y que Felipe había sorteado, dice, de camino a su propia casa. Ese día la tormenta tornó al sol, las alegrías lloraron asustadas, se oían gritos de inocencia que, mezclados a los acontecimientos, parecían reírse de la desgracia.
La señora de Mr. Glücklich lloró un río, derramando aún más lágrimas que la sangre derrochada de su marido, y al llegar la noche todo seguía pareciéndolo una horrible pesadilla. Días después, se empezó una investigación policial que no llevo a ningún lado, dado que les fue imposible encontrar culpable alguna y nadie sospechó de Felipe pues aún al atardecer seguía embriagado. Las palabras de la búsqueda sin encuentro llenaron de miedo al pueblo, donde se temían más ataques, y poco a poco la memoria del asesinato fue perdiéndose en el olvido. Las tardes volvieron a ser calurosas, con un sol aún más reinante; la población volvió a su curso trabajador y las gaviotas volvieron a volar bajo las nubes, hermosas, blanquecinas y homogéneas.
¿Quieres saber quién fue el asesino? Todas las respuestas y más en los próximos capítulos de Cuervos…
Es un texto muy cambiante. Tanto pasa de explicar en tercera persona de una manera objetiva a un drástico subjetivo. También me he percatado de que leo cosas que no había leído antes al releerla. Parece ser que necesitaré que la publiques entera…