Lo invite a tomar un café y el aceptó encantado. Ambos estábamos en el rellano de la casa, y por entre las ventanas entraba aún el calor sofocante de agosto, cubriendo un cielo anaranjado de atardecer, decorado apenas por unas pocas nubes extendidas a lo largo de él, a poco de desaparecer y, sobre ellas asomaba, madrugadora, una luna color de gris.
Entramos en el salón y ambos nos sentamos. Se puso enfrente de mí, en el sillón de pata baja para invitados, y lo observé por un segundo. Era un hombre increíble: tenía el pelo largo y negro, recogido apenas por una coleta. Éste se extendía por toda la espalda, de principio a fin de la columna.
Los ojos: de un color indefinidamente oscuros, quizá marrones, quizá negros azabache, que hacían gala de presentación bajo unas gruesas cejas y finas pestañas, y el resto de su cara se alumbrara sobre unos labios carnosos, que se adivinaban dúctiles al beso, y una expresión que a mí me parecía la cosa más atractiva que había visto nunca. Su cuello era ancho, pero su musculatura exuberante en hombre y espalda no dejaba, ni de lejos, entrever ese defecto; huelga también decir que todo su cuerpo era fuerte, perfecto, deseable. Me hubiese gustado arrancarle la ropa en aquel preciso momento, pero sabía que no debía precipitarme: ni siquiera conocía aún sus inclinaciones sexuales.
Me di cuenta de que llevaba un rato mirándole con descaro, y solo parecí despertar cuando se fijó en mi mirada y casi susurró< ¿tomamos ese café?> con una sonrisa en los labios. Me sonrojé hasta más no poder y contesté que sí con una risa nerviosa, de la que me sentí increíblemente avergonzada cuando por fin me levanté hacía la cocina maldiciendo por lo bajo tal exhibición.
Dentro de la casa, la estación era indefinible: aún sabiendo yo que era verano- y de los fuertes- dentro de allí bien podría pensar que era primavera, otoño, o quizá principios de invierno. Esto es, la temperatura no coincidía en ningún aspecto con la exterior. Entré en la cocina y busque en el armario las tazas y el café. Abrí una puerta y me di de bruces con la comida de los perros. Pero, ¿en qué estaba pensado? Sabía desde siempre donde estaba cada cosa y sin embargo…
Entonces caí en la cuenta de algo: llevaba un buen rato sudando. Y debí haberme equivocado al pensar que era el calor de aquella tarde veraniega-, otoñal, quizá primaveral, quizá invernal-, la que me producía tales reacciones. Me sentía sofocada y mi imaginación empezó, como tantas otras veces había hecho, a dar pequeños saltos…
“Siento como sus brazos me abrazan por detrás, antes incluso de sentir su tacto, pues su aliento, cálido, despierta en mi sensaciones que creía muertas. Cada vez más cerca, cada vez más ardiente…”
< Oh, nada. Ya sabes, ja, ja. La cafetera que esta vieja.>
Su grito desde el salón me había sacado de una patada de mi ensimismamiento. Me pellizqué la mano, castigándome. Sabía que me sería imposible, pero quería dejar a un lado mi vida pasada y olvidar que volverme loca por cualquier hombre acaba siempre en la misma cosa :sexo.