Sentía unas inmensas ganas de llorar, pero en lugar de eso se puso a leer un libro, de esos de pasta roja y gruesa que su padre coleccionaba. Tomó uno delgado que titulaba las “Aventuras de Tom Sawyer”, pero lo miró, ojeó un par de líneas y lo cerró.
Nada podía calmar la inseguridad que sentía en esos momentos, la incertidumbre de que pasaría en unas horas la mataba. Quiso llorar nuevamente, pero se contuvo.
El teléfono sonó, contestó amablemente, al parecer aún sentía ganas de sonreír, pero tuvo miedo, pensaba que si la notaban que estaba triste y llorando, rápidamente se enterarían de la verdad.
Era el vecino, que siempre la llamaba para que salieran al parque a tomar un helado, ella se negaba, una, dos y tres veces dijo que no, el muchacho no insistió más y colgó. No soportaba que le dijeran no tres veces.
Ella cerró el teléfono con gran alivio, quiso llorar ora vez, pero no pudo, las lágrimas parecían dos estacas clavadas en los ojos, que no se movían ni si quiera por el parpadeo de sus ojos.
Respiró violentamente, el escalofrío recorría su cuerpo esbelto, los vellos de sus brazos se erizaban hermosamente.
Dos meses estuvo en el hospital antes de ese día, tuvo una fuerte depresión que casi la lleva a la esquizofrenia. Cuando permaneció en la cama de hospital, ella solo quería una cosa: Quería matar a Daniela.
Planeaba noche y día como poder hacer realidad su deseo, cada movimiento, cada llamada, cada paso, cada bala, cada disparo calculado. Muerte fría era su venganza.
Cuando todo lo tenía bien planeado, en su cabeza, porque no había mejor lugar donde guardar su secreto, ella estaba dispuesta a hacerlo, apenas saliera del hospital donde la creían “loca” como ella decía.
Llegó a su casa, sabía donde guardaba su padre el arma, en la cajita negra detrás del armario, envuelta en una tela negra. La tomó entre sus manos y la guardo debajo del vestido blanco que llevaba puesto.
Ahora no había escapatoria, ella sabía los lugares que frecuentaba Daniela, pero todo se haría antes que ella saliera de su casa.
Saltar por la terraza de su casa hacia la casa vecina era demasiado fácil, llegó hasta el patio de la casa de Daniela, bajó las escaleras que daban hacia la sala, rápidamente revisó el lugar y no había nadie.
Llegó hasta la habitación de Daniela la vio desde un espacio pequeño, porque la puerta estaba entreabierta. Cepillaba sus cabellos rubios, se miraba al espejo como idolatrando a una diosa, sonreía como una reina al pasar y ver a sus súbditos.
No había tiempo que perder, el arma de fuego apuntaba al blanco, la cabellera rubia se vería envuelta de un tono rojo profundo.
Tres, dos, uno… con las dos manos sostenía el arma, el gatillo fue apretado por el índice de su mano derecha… el blanco perfecto, la huida riesgosa.
No se percató que estuviera muerta, su instinto asesino se lo confirmaba. Aspiró el dulce sabor de la venganza, su corazón latía con fuerza. Sabía que esto podría destruirla.
Calculó fríamente todo, las huellas en el arma no serían un problema, las limpiaba rápidamente con una franela verde. Puso el arma en manos de Daniela.
Este sería el acto suicida, este sería el asesinato perfecto.
No sospecharían de ella… de nadie. Tal vez de su novio Gabriel a quien Daniela decía amar con locura. Nunca sabrían la verdad.
Comenzó a morderse las uñas, los nervios comenzaron a ser presa de ese cuerpecito esbelto. Frío ventarrón traspasaba la ventana, el olor a muerte embargaba el ambiente. Sus ojos parecían dos vidrios a punto de explotar por tanto ruido, por tanto dolor y asfixia.
Apretaba su abdomen, como si llevara un bebé en su vientre, moría de miedo al pensar que nunca fuera madre y temblaba aún más al pensar que Gabriel no fuese el padre de sus hijos.
Uno, dos, tres, cuatro, veces sonó el teléfono, miraba de reojo el aparato negro a punto de estallar, levantó el auricular. Gabriel ha muerto, decían del otro lado.
Apretó el auricular con la misma fuerza que apretó el gatillo cuando Daniela era su blanco. La explicación más absurda. La verdad salía a relucir, ella nunca mató a Gabriel.
Se acordaba de la imagen de Daniela en su peinadora, bañada en sangre. Se acordaba de su hazaña convertida en desgracia.
Yo maté a Daniela, se resignaba.
Gabriel no soportó ver el suicidio de su amada. Arma desgraciada condenó a muerte a quien no pudo resistir el cuadro fatal de la muerte.
Las lágrimas salían espesas de sus ojos, la mancha de sus labios contrastaba con la mancha de su alma. Su vestido blanco se bañaba en rojo. El cuchillo penetraba su cuello.
El vecino se vestía de duelo.
Deseo (ficticio) de matar
Sentía unas inmensas ganas de llorar, pero en lugar de eso se puso a leer un libro, de esos de pasta roja y gruesa que su padre coleccionaba. Tomó uno delgado que titulaba las “Aventuras de Tom Sawyer”, pero lo miró, ojeó un par de líneas y lo cerró.
Nada podía calmar la inseguridad que sentía en esos momentos, la incertidumbre de lo que pasaría en unas horas, la mataba. Quiso llorar nuevamente, pero se contuvo.
El teléfono sonó, contestó amablemente, al parecer aún sentía ganas de sonreír, pero tuvo miedo, pensaba que si la notaban que estaba triste y llorando, rápidamente se enterarían de la verdad.
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