Disolución del triunfo
Eran momentos propicios para la concentración, justo después de la tormenta de plomos.
La mañana lo encontró descansando tras un largo sueño, y era clara esa mañana, silenciosa, hasta donde lo permitía el gorjear de los pájaros. Por fin tenía una compensación a los agitados días anteriores. Antes, dormir junto al cuerpo tibio de la muchacha no era una apacible invitación al sueño sino una reproducción continua de escenas amorosas en su mente.
Memoria que hierve en su sangre, erizamiento de los vellos, excitación solitaria…
Y cuando ella ya no estuvo a su lado, los colchones y muelles, allá en el cuartel, se resintieron bajo el peso de las convulsiones febriles que lo dejaban, después de desgarrar las almohadas, en un estado de agotamiento incompleto, plomizo y fastidioso…
Entonces comprendía rápidamente que ya era imposible añadir horas a su interrumpido reposo, que las madrugadas se le escapaban sin el contenido erótico de días atrás, huyendo frente al poder de los toques de la diana, los mismos anunciadores de la llegada radiante del sol. Así, obligado a abandonar su lecho, salía a caminar su día entre prácticas de tiro y ejercicios musculares.
De esta manera habían transcurrido los primeros meses, los más difíciles de la preparación combativa, siempre bajo la promesa del próximo triunfo. Tenía que regresar como campeón para satisfacer las expectativas de su novia.
Ella lo había abandonado al ingresar en aquel mundo de fusiles, de tiros al blanco, de oficiales rasurados con periódica exactitud. La recordaba. Recordaba su voz, una breve expansión sonora, graciosamente modulada entre sus labios carnosos .
_Ya te vas -le dijo con disgusto antes de que vistiera el uniforme-.Prefiero decir adiós y no hasta luego.
Y a solas, dialogando consigo mismo, las sábanas tuvieron que recoger su sudor nocturno, y su cerebro casi se pudre pensando en ella.
Pero hoy, es decir, esta mañana, murieron sus ilusiones. Un súbito golpe de aire le trajo la fetidez del entorno; el trino de las aves fue sustituido por el gruñido de los perros hambrientos, y su vuelo, por el planear uniforme e inquietante de las auras.
A media mañana, sentando sobre una piedra, aquejado por el dolor de su herida, el soldado terminó de escribir una carta a su madre; sus últimos líneas, desequilibradas por el nerviosismo y la fatiga, secuelas de una batalla que en su prepotencia los jefes daban por ganada, decía lo siguiente:
“..no olvides esta derrota de nuestro ejército: soy prisionero del enemigo. No tendré tinta o papel para volverte a escribir si Dios quiere que aún tenga fuerzas en mis manos. Por eso te pido que también entregues estas líneas a quien ya sabes…”
Y una lágrima, que resbalando le dejaba un surco ardiente en la mejilla, lo obligó a levantar los ojos para mirar, casi involuntariamente, el campo lleno de cadáveres.
Addriel Gómez Mesa