Fueron mis padres. Ellos tuvieron la culpa. Crearon el molde donde habrían de insertar sus proyectos preconcebidos, asombrosamente ajenos a mi naturaleza, regida por los impulsos del anhelo. Nada ni nadie, entiéndase bien, podrían apartarme del camino elegido para mi por mis padres antes de mi nacimiento. Querían hacer de mí un Mesías para que al morir se repartieran las gentes los pedazos de mis ropas, y aún de mi cuerpo si fuera necesario, y los esparcieron en cada templo del mundo; no me atrevo a decir templos cristianos porque mi nombre, según ellos, estaba destinado a encabezar la nueva redención de la grey. El plan de mis padres era perfecto como la coartada de uno de esos robos sensacionales. Hicieron el amor desaforadamente el día de mi concepción y calcularon que al finalizar el siglo tendría la edad de Cristo al morir.
Pero no les bastaron esas premisas; les parecieron superficiales y artificiosas. Tenían que conducirme si querían hacer de mí un santo varón, ejemplar varón en medio de la época más corrupta que jamás conoció el devenir humano. Asumí las reglas de mi conducta con plena sumisión. No podía tomar distancia de aquel comportamiento regio, divorciado del contacto humano, alimentado de abstracciones y quimeras, renuente a los vicios, sin saber entonces que era ese proceder un vicio en sí mismo, el más hipócrita y calculador. Ahora mis padres han muerto y mi nombre suena tan mal en mis oídos que no me atrevo a pronunciarlo.
Y es que no habían contado mis padres con la presencia del deseo. “El juego está perdido de antemano. Un día desaparecerás de la faz de la tierra y tu obra si es que la realizas, se confundirá con la de muchos otros y quedará anónima Ocúpate de la trascendencia, trabaja por ella, supéranos a nosotros, tus hacedores. Conviértete en un relámpago perenne en medio de un cielo cargado de nubarrones”. La primera condición para aceptar ese compromiso era la de eliminar el deseo. “El deseo te hará débil y te convertirá en dócil instrumento de los predestinados a girar en vida en el círculo de su propio infierno”. Pero, ¿cómo enfrentar al deseo? No me lo enseñaron. Mis padres creían que encontraría el método por mí mismo, sin ayuda, y que en esa manifestación de sabiduría iba a ponerse a prueba mi independencia y mi genio. Estaban seguros de que todo mi orgullo se concentraba en el saber mismo; mis deseos, eran sólo quimeras que conducen al vacío. Por eso, al principio, huía de él como de un cataclismo inminente. Tan pronto aparecía el deseo hablaba y discutía conmigo mismo y sustituía cada signo de su presencia por una complejo combinación de términos metafísicos, enrevesadas palabras, galimatías, retoricismo… a veces sacados de lenguas muertas. Comprendí después que semejantes prohibiciones acrecentaban mi interés por explorarlo. A veces, incluso, en la propia prédica sustitutiva se perfilaban atisbos de deseo, anhelos por responderme por qué actuaba así y no de otra forma; en ocasiones, tenía ansias de mandarlo todo a la mierda.
De continuar bajo esa conmoción de mis sentidos llegaría el momento en que quedaría atrapado para siempre por la fuerza del deseo, frustrándose el supremo objetivo por el que fui concebido. Entonces me entregué al deseo pues así pensé que lo conocería mejor. Me entregué, pero sin pasión; me entregué con indiferencia y con cautela, y comenzó el tormento.
No siempre se puede conseguir lo que se espera.
Aquella dama era como un regalo de navidad en medio del más ardiente verano; una bendición depositada en la masa amorfa de transeúntes. Entre todos los rostros, sólo el de ella tenía la armonía que podía amoldarse a mis exigentes pupilas. Iba a abordar un auto de lujo donde un chofer con librea la esperaba con la puerta abierta. El deseo me empujó a saludarla. “No le conozco” –dijo, sin que sus ojos respondieran al reclamo de lo míos. “Sólo iba a decirle que es usted muy bella” –dije, balbuceante. La puerta se cerró con seco sonido. Esperaba que su atención atravesara la frágil dureza del cristal. Nunca lo supe. Era un cristal ahumado. Entonces comprendí que me correspondía la simple terapia de un monólogo sutilmente colérico: “No me conoces. Estoy destinado a las altas metas reservadas a la pureza de acciones y pensamientos”, y vi reflejada en la opacidad del cristal, distorsionada por la convexidad, una alta torre cristiana, eclesiástica, coronada por una escultura de siete metros de una virgen de bronce.
_Señor, señor –me llamó una muchacha de modesto vestido, con una guitarra sujeta a la espalda por una correa de cuero.-. Necesito su ayuda; un limosna, señor. Algo para pagar la promesa al santo patrón, a San Patricio. Por el amor de Dios.
Y hubiera dado mi espalda diciendo: “No la conozco”, sino estuviera martilleando aún en mi cabeza el seco sonido del portazo; sino me hubiera fijado en la nobleza de aquellos rasgos mendicantes… en su belleza. “Pero es tan pobre” –reflexioné. Le di dinero con la modestia que me permitía mi desprecio para verla correr (debo confesar que impresionado por el bamboleo de sus caderas) rumbo al interior de la iglesia.
Encontré en el deseo un sabor amargo. O una dulzura prolongada, pero finita, o también la cúspide, pero la cúspide de un instante. La fuente del gusto se desvanecía al rato y mis montañas no eran sino un reguero de naipes. Pasaba l tiempo buscando a las dos jóvenes para verlas escurrirse tras justificaciones y apresuramientos. La de la promesa decía ser mi amiga y confidente. Le creí. Pero mis miras eran más altas que sus canciones y que la estatura de su inspiración romántica.
Antes de volver a encontrarla, retorné asustado al proyecto original de mis padres, avergonzado de traicionar mi auto compromiso. Sentí que le había dado la espalda a mi orgullo, a mi saber. Había pasado una parte importante de mi vida deseando, sin resultados concretos. Para llenar esas lagunas me apoyé en lo abstracto; pero después de probar el deseo, también descubrí vacío en la reflexión que lo combate.
Había veces que, cuando sentía la potencia vivificante de mi proyecto paternal impuesto, no consumado, libre de lacras, aumentaba la concreción próxima del deseo. Allí estaba. La muchacha pasaba cerca de mi ventana, con escote bajo, insinuante encanto y gracia en su sonrisa perfecta. Siempre agradecida, siempre dispuesta. No había más que extender una mano para caer en la órbita placentera de su caricia.
Comprendió su capacidad para desbaratar pretextos. Entonces la abstracción se transformaba en dogma, dejaba de ser refugio para convertirse en obstáculo. La advertencia de que todo anhelo consumado es una llama que se apaga rápidamente, no bastaba para inmovilizarme. Estaba renuente, sí, a vivir atormentado en mi ideal.
Y después de todo, ¿hay otra opción? Quizás mañana destruya esta dicotomía asfixiante cuando me entregue al deseo sin reservas y me hunda en los bosques de la carne y la sonrisa afable de una amiga. Padres míos. Me llamarán ángel demolido por la vibración del ansia; pero hay que flexibilizar nuestro proyecto. No importa que al final no se reparta mi nombre entre las voces.
Adriel Gómez Mesa