Los adultos lloran y los niños mantenemos la compostura. A mi hermana Lorena, de 14 años, al menos se le humedecen los ojos ante la caja de pino. Me gustaría llorar por ella, pero tengo dormido el corazón y no me salen las lágrimas. Y no es que no sepa lo que es la muerte, pero me parece tan ajena, tan impropia, que no me estremezco como los demás ante su incierta compañía.
Pobrecita. Está pálida como un paño de lino. La han vestido muy elegante. ¿Por qué llevó toda su vida aquellas ropas andrajosas si ahora, en su propio luto, viste sedas y tiene de maquilla la expresión?
Los adultos lloran, pero eso no les ha impedido sacar su ataúd de la iglesia, ni les ha detenido a empujar el féretro a través del camino de piedras. El que más llora es mi padre. Ojalá pudiera animarle, pero tengo miedo de que vea el fraude en mi rostro. De que me acuse de no lamentarlo suficiente. Yo le diría que quiero llorar, que me encantaría hacerlo, pero que por más que lo intento no puedo.
Quiero concentrarme en la idea de su pérdida, porque algo me dice en mi corazón que si no lo hago ahora nunca lo asumiré del todo, pero al mismo tiempo mi mente se pierde en simplezas: los calcetines, que me tiran de los dedos del pie, o la rodilla izquierda que tengo cubierta por un rasponazo y me roza con el pantalón. Quiero llorar, de veras que quiero, pero no puedo conmoverme. Quizás porque sé que esta vez no serviría de nada llorar.
La comitiva hace un alto. Me detengo junto a los demás. Están abriendo las puertas del cementerio. Es la primera vez que estoy aquí, pero una premonición obvia me asalta: “no será la última”. Y cuando pienso esto miro a mi padre y me pregunto si por él llorarán tanto. Se lo merece, porque él tiene la cara cubierta de lágrimas.
Meto las manos en los bolsillos. Me sudan y no sé qué hacer con ellas. Observo mis zapaos cubiertos del polvo que cubre el camino de piedras, pero en seguida me distrae de este pensamiento el sacerdote que reza una oración insulsa y empieza a rociar de agua bendita su ataúd.
Seguimos andando, y una mano se posa en mi hombro. Es una mujer mayor, una vecina. Tiene los ojos hundidos en 2 pozos anegados. “Lo siento mucho”, murmura, y yo asiento avergonzado de no sufrir como ella.
El séquito de plañideras entra en el cementerio y se ordena como milicianos a un toque de silbato. Es un cementerio pequeño y apenas si entramos todos, pero yo consigo colarme entre los trajes negros y las coronas de flores. Colocan el ataúd en paralelo al nicho y con torpeza, rayando su bonita madera barnizada, lo encajan de malas formas. Ahora sube el volumen del llanto. Algunos casi parecen chillidos desgañitados y yo ni siquiera me he inmutado. Recuerdo la herida de la rodilla. Lloré durante 10 minutos el día que me la hice y casi está curada… pero esta herida. Esta herida no cicatrizará y quizás es por eso por lo que no lloro.
Bajo la cabeza avergonzado, y me sigo mirando los zapatos cubiertos por la gravilla gris de las piedras del camino. Cuando levanto la cabeza estoy rojo. Siento calor. Noto que la sangre llora lo que mis ojos no han sabido, pero mis labios impertérritos delatan mi indiferencia.
Ahora la están emparedando, y yo sólo puedo pensar en que quiero llorar y no puedo. Intento esforzarme, me obligo a derramar aunque no sea más que una lágrima antes de que la hallan tapiado por completo, pero mis mejillas siguen siendo los cauces secos de 2 ríos fantasmas.
Terminan la faena y yo no he conseguido mi propósito. Los pocos que aún quedan en el cementerio lo abandonan tras los operarios que han levantado la pequeña pared de ladrillo. Por fuera han colocado una placa de mármol con su nombre tallado en plata y dos fechas ridículas que dan fe de su paso por el mundo. Cuando el otoño de la vida empiece a dejar caer las hojas del calendario las fechas se volverán absurdas y el nombre que hay escrito parecerá una mentira, pero ahora que las flores y las bandas de pésame cubren su nombre sigue estando viva.
Me he quedado sólo en el cementerio. Mi padre y mi hermana se han ido, pienso yo que disgustados conmigo por no haber compartido su dolor… por ingrato, pero les juro que no lo soy. Nadie había estado a su lado tanto como yo lo estuve. Ni aún antes de las tortuosas horas de su enfermedad, ni postrado en la cama con ella. Nadie había compartido tantos silencios, tantas sobremesas, tantas caricias mudas incluso de tacto.
Recuerdo la mesa enorme separándonos. Ella con un café y su cigarro, yo con mi leche y mis deberes abiertos sobre la mesa, eclipsados por la televisión, pero también por la contemplación de su rostro, que siempre fue para mí el fuego de mi hogar, el techo sobre mi cabeza.
Recuerdo los paseos en el pueblo, con sus idas en silencio y sus regresos hablando como si ya no nos quedara tiempo para hacerlo. No, nadie la ha querido tanto: tantas sobremesas, tantos desayunos con legañas en los ojos… tantos besos de buenas noches. Pero ni una lágrima le puedo dar.
Emprendo el camino de regreso con la cabeza baha y la mirada puesta en las piedras del camino, hasta que termino de recorrerlo y veo el polvo en mis zapatos. Entonces comprendo que mi madre ya no estará conmigo para limpiarlos y entonces me arden los ojos y manan las lágrimas con su sabor salado cayendo en mis labios como hiel de un sauce muerto sobre el suelo seco, y vuelvo corriendo a su tumba a golpear la placa recién colocada, y arrancar con mis manos los ladrillos recién puestos para que pueda ver que estoy allí, llorando por ella.
Que no digan que tus ojos no lloran pues oigo el llanto en tu sufrir. Que no digan que no, pues el aire es gris para ti. El alma es amiga del silencio, es censura de palabra cuando la verdad es sabida en el corazón.Un saludo MadGiver.