Érase una vez…
Así comenzaba siempre sus cuentos el joven Miguel en el paseo, junto a la estatua del ángel caído, muy cerca de los vendedores de globos y caramelos, los tragafuegos y los artistas del guiñol…
En un lugar de Galicia, entre sierras y praderas, nació Miguel de la Vega y Conso, criado siempre bajo los cuidades de Menchu, la abuelita que lo arrimaba al calor del fogón mientras ella asaba castañas y le contaba viejas leyendas de trasgos, meigas, santas compañas e historias de amores narrados en los jueves de comadres. Y así se hizo joven soñador y comenzó a ir a las aldeas cercanas, cantautor de gaita y tamboril, inventando sus propios cuentos mágicos.
Miguel se iba a inspirar, con su gaita y tamboril siempre al hombro, a las cimas del Manzaneda, del Eje y de la Calva. Y siempre volvía a su pueblo con los ojos cada vez más azules, más azules, hasta que se le convirtieron en dos lagunas celestes.
Una noche, en lo alto de un monte, le sorprendió una fuerte tormenta y se refugió en una desconocida cueva donde durmió y soñó hasta que, llegada el alba y conmovido por una extraña sensación, salió de la oscuridad. La lluvia había cesado y una gran nube azul cubría todo el ambiente. Se envolvió en ella. Fue cuando decidió emigrar a la Gran Ciudad.
Miguel de la Vega y Conso llegó a la pensión de La Vianesa siguiendo los sueños azules de su azul pensamiento y allí conoció a su bella paisana Rosalía. El amor prendió rápidamente en el corazón de los dos jóvenes y Miguel sintió entonces enormes deseos de narrar cuentos a las gentes de la ciudad. Así fue cómo se instaló por las tardes en el paseo del Buen Retiro y comenzó a contar el largo relato del Caballero Azul y la Linda Bellaflor. Se había transformado en Macías el Enamorado, juglar de canciones medievales.
Tarde tras tarde, Miguel iba enlazando los cuentos de aquel Caballero Azul que, debido a las envidias de la Meiga Xoxana, habíase convertido en Lobo de Mar que sólo al anochecer recuperaba su forma humana cuando, ansioso por encontrarse con su amada la Linda Bellaflor, nunca la encontraba ya que ésta estaba, siempre a esa hora, durmiendo en su hogar y soñando con él.
Poco a poco el público que seguía los relatos de Miguel fue aumentando en número. Se hizo popular el ir a escucharle y todas las tardes había un momento en que aparecía Rosalía (la real y verdadera Bellaflor de Miguel) entre aquel ya extenso público. Siempre el Contacuentos Miguel le regalaba a su amada una bella flor de color azul.
Pero una tarde, entre el numeroso gentío que escuchaba a Miguel, apareció un elegante y adinerado señor de las altas finanzas que deslumbró a la todavía muy joven Rosalía. Muchas cosas lujosas debió ofrecerle el financiero a la joven porque Miguel pudo observar cómo la tomaba del brazo y, cual objeto de gran valía, se la llevó envuelta en promesas doradas. Los ojos del Cantautor se llenaron de lágrimas pero no dijo nada. Rosalía no volvió ninguna tarde más a la plazoleta del ángel caído.
Sin embargo Miguel continuó narrando los cuentos del Caballero Azul y la Linda Bellaflor, esperando que algún día volviese su bella Rosalía… hasta que, cansado ya de tanta espera, una tarde toda la muchedumbre que le escuchaba observó cómo bajaba una nube muy azul y le envolvía. El Cantautor desapareció con la nube.
Érase una vez…
Así comenzaba siempre sus cuentos el joven Miguel en el paseo, junto a la estatua del ángel caído, muy cerca de los vendedores de globos y caramelos, los tragafuegos y los artistas del guiñol.
Y así comienzan ahora, todas las tardes, los cuentos de una bella dama vestida de negro que relata las aventuras del Caballero Azul y la Linda Bellaflor mientras busca, ansiosamente con la mirada, entre el enorme gentío que la rodea, a su soñado Contacuentos…