Un cura con guantes de boxeo hace de un niño adolescente un frágil saco de golpes al que lanza ganchos, directos y upercouts… y al corazón infantil luego lo patalea bailando por peteneras con sotana.
Pederastia de alcahuete y celestino, el cura destruye el corazón del niño y lo deshace rompiendo la fruta virgen de la inocencia convertida en migajas de basura.
Diseñada su bragueta siempre abierta, el cura sodomiza a la vida y luego reparte ostias en la misa dominical como hipócrita galardonado con casullas.
Después, para celebrar su triunfo, el cura pederasta se toma una buena botella de vino generoso, de los de Denominación de Origen, mientras fuma tabaco del más caro y escucha la letanía de las confesiones de una vieja a la que absuelve con diez padrenuestros y diez avemarías.
Por último, con sus blancas y gordezuelas manos de haragán (ensortijados los dedos de anillos de oro y plata), abofetea demoníacamente al Cristo de madera que hay en la sacristía y suelta una risotada diabólica.
En la Santa Sede no sólo elogian al cura pederasta sino que ya están inventado milagro tras milagro para pronto beatificarle y, cuando le llegue la muerte, subirlo a los altares de los santos.