A los Prada y al Villaescusa, el más Prada de los Prada.
Manuel Prada fue un niño totalmente normal. No llovía entonces ni tan siquiera lloviznaba. Ya caía afuera suficiente agua para tener que llover por dentro. En todo caso, lloraba, como todo hijo de vecino, cuando su padre le pegaba una tunda por haber hecho saltar a una oveja por encima de la valla como si fuera un caballo, o cuando se caía del pajar, o cuando le entraba una cosa en el ojo, o cualquier cosa por el estilo. Pero tampoco hacía eso usualmente, ni tan siquiera cuando la señorita le pegaba con la regla por haber hablado en gallego en la escuela, ni cuando tenía que privarse del partido de fútbol porque tenía que recoger patatas o regar la huerta o dar de comer a los animales… Lloraba o no lloraba, pero de llover nada.
Ni tampoco cuando fue muchacho hubo amago tormentoso, pese a que la edad era propicia. Más bien empezó a sentirse seco, seco y baldío como un bosque quemado. Y es que no quería pasarse la vida en el campo o en la cantera, lo único que podía hacerse en Rubiá, a parte de jugar a las cartas y beber en el bar.
Como todos, terminó marchándose. Se fue a París. Aunque de eso no estaba muy seguro, porque aquello no se parecía en nada a París, por mucho que los carteles de la estación o el francés que oía día y noche así lo confirmaran. Aquello era un laberinto de largas y perdidas callejuelas, de muros infranqueables, de edificios de gritonas ventanillas extendidas al infinito, un lugar donde definitivamente el tiempo se perdía escondido en sus rincones.
Trabajando y malviviendo en esa ciudad desconocida se le extravió la edad y el sentido y se le quedaron los bolsillos tan sólo llenos de polvo. Y como el polvo le daba alergia, empezó entonces a sentir la necesidad de llover. Las silvas y los helechos y los castaños de los que estaba hecho le demandaron lluvia, la lluvia que caía fácil en su infancia sobre la escuela, las casas de piedra, las hortiñas de Rubiana de Valedoras. Y poquito a poco se le fueron formando las nubes, un vaporcillo alegre que le nacía de los recuerdos. Iba despacio, porque, aunque era joven, trabajaba mucho y comía poco. Pero, cuando apenas había reunido unas pocas nubes, se le escaparon todas en una lluvia fina, finilla, una lluviecita reidora, pequeña y bulliciosa en cuanto vio a Olga, una muchacha menudita y trabajadora, que cosía en una fábrica textil y que hablaba con acento de Lugo. Y ya no paró de llover. Llovía durante la semana, porque pensaba en Olga, caía un buen chaparrón cuando paseaba con Olga por el París de los domingos, cuando Paris era París, con el Sena, el Barrio Latino, Notre Dame, Los Campos Eliseos e incluso la Torre Eiffel para hacerse fotos en blanco y negro.
Llovía fuerte, llovía suave, llovía tanto que se sentía fértil, exuberante, vivo y estaba tan lleno de agua que se desbordaba sobre el cuerpecito de hojita temblorosa de Olga.
Así, el ritmo de la lluvia le devolvió el tiempo, la edad y el sentido: si trabajaba, apenas chispeaba, para no molestar; al volver a casa, con Olga, caía una lluvia de abril, cuando nacieron los hijos, sobretodo con Patri, la primera, no llovió sino que hizo tormenta, una tormenta estupenda, con rayos y truenos y agua en abundancia, una de esas de agosto. Comenzó entonces a sentir que París era París, incluso cuando no era domingo, porque tenía una casa en las afueras, porque los hijos hablaban francés, porque sus compañeros de trabajo eran franceses…Bueno, principalmente porque en París llovía y en su tierra no. Después de tanto tiempo y de tantas cartas, cuando volvió a su tierra, ya no siendo Manuel, sino Manuel y Olga y Patri y Jennifer y Olivier, se dio cuenta de que allí no necesitaba llover porque era precisamente su tierra, pero que en París, quizás con tanta agua, había echado raíces.
Ni tampoco cuando fue muchacho hubo amago tormentoso, pese a que la edad era propicia. Más bien empezó a sentirse seco, seco y baldío como un bosque quemado. Y es que no quería pasarse la vida en el campo o en la cantera, lo único que podía hacerse en Rubiá, a parte de jugar a las cartas y beber en el bar.
Como todos, terminó marchándose. Se fue a París. Aunque de eso no estaba muy seguro, porque aquello no se parecía en nada a París, por mucho que los carteles de la estación o el francés que oía día y noche así lo confirmaran. Aquello era un laberinto de largas y perdidas callejuelas, de muros infranqueables, de edificios de gritonas ventanillas extendidas al infinito, un lugar donde definitivamente el tiempo se perdía escondido en sus rincones.
Trabajando y malviviendo en esa ciudad desconocida se le extravió la edad y el sentido y se le quedaron los bolsillos tan sólo llenos de polvo. Y como el polvo le daba alergia, empezó entonces a sentir la necesidad de llover. Las silvas y los helechos y los castaños de los que estaba hecho le demandaron lluvia, la lluvia que caía fácil en su infancia sobre la escuela, las casas de piedra, las hortiñas de Rubiana de Valedoras. Y poquito a poco se le fueron formando las nubes, un vaporcillo alegre que le nacía de los recuerdos. Iba despacio, porque, aunque era joven, trabajaba mucho y comía poco. Pero, cuando apenas había reunido unas pocas nubes, se le escaparon todas en una lluvia fina, finilla, una lluviecita reidora, pequeña y bulliciosa en cuanto vio a Olga, una muchacha menudita y trabajadora, que cosía en una fábrica textil y que hablaba con acento de Lugo. Y ya no paró de llover. Llovía durante la semana, porque pensaba en Olga, caía un buen chaparrón cuando paseaba con Olga por el París de los domingos, cuando Paris era París, con el Sena, el Barrio Latino, Notre Dame, Los Campos Eliseos e incluso la Torre Eiffel para hacerse fotos en blanco y negro.
Llovía fuerte, llovía suave, llovía tanto que se sentía fértil, exuberante, vivo y estaba tan lleno de agua que se desbordaba sobre el cuerpecito de hojita temblorosa de Olga.
Así, el ritmo de la lluvia le devolvió el tiempo, la edad y el sentido: si trabajaba, apenas chispeaba, para no molestar; al volver a casa, con Olga, caía una lluvia de abril, cuando nacieron los hijos, sobretodo con Patri, la primera, no llovió sino que hizo tormenta, una tormenta estupenda, con rayos y truenos y agua en abundancia, una de esas de agosto. Comenzó entonces a sentir que París era París, incluso cuando no era domingo, porque tenía una casa en las afueras, porque los hijos hablaban francés, porque sus compañeros de trabajo eran franceses…Bueno, principalmente porque en París llovía y en su tierra no. Después de tanto tiempo y de tantas cartas, cuando volvió a su tierra, ya no siendo Manuel, sino Manuel y Olga y Patri y Jennifer y Olivier, se dio cuenta de que allí no necesitaba llover porque era precisamente su tierra, pero que en París, quizás con tanta agua, había echado raíces.
Me ha encantado eso de que llovemos, de cómo llovemos, qué significa que llovamos y que no llovamos, y que echemos raices…
Hoy me pienso desde las posibilidades de lluvia…
un abrazo
!Me llenó por completo tu relato!. Ese ser lluvioso y no lluvioso que todos llevamos dentro a la hora de ir creciendo aquí y allá. Ese tejer y destejer historia de lo personal y hacerlo transitivo por lo trascendente de un verbo tan terrenal como la lluvia y la tormenta. Ese ser espacioso lleno de sentir y nostalgia. !Muy bonito el relato de esta lluvia que nos hace y nos deshace a cada paso que vamos dando por esta geografía propia y extraña que se llama Caminar…!.
Disculpen, me acabo de dar cuenta de que copié dos veces el texto, que, por supuesto termina cuando Manuel vuelve a su tierra. Perdón por el fastidio de leer dos veces.
Me ha encantado la metáfora, la verdad es que vi el relato en la revista a lo último y es curioso que lo pusiesen al lado de uno que yo hice inspirado en la lluvia… es genial, no me preguntes por que pero me has recordado un poco al tipo de narración de G. Márquez en Cien años de soledad, algo pausada pero al fin y al cabo mágica en ella misma…