El olmo (Cuento) – Tercera Parte.

Carlos llegó al pequeño y humilde pueblo de Las Tres Cruces cuando ya el sol estaba en todo lo alto y la atmósfera era caliente y muy pesada. Todos le vieron bajar de la vieja tartana que le traía de la Gran Ciudad. Todos le vieron atravesar las estrechas calles del pueblo con la gran caja de madera entre sus forzudos brazos, pero nadie dijo nada. Todos guardaron un profundo silencio.

Carlos rebasó el pueblo, anduvo por los campos y llegó hasta el viejo y centenario olmo. Allí se arrodilló sobre la dura y seca arena bajo la cual descansaban los huesos de su querido abuelo. Dejó la gran caja de madera allí mismo.

– Hola abuelo… ya estoy de nuevo aquí… perdona si te molesto… pero mi Gran Sueño se ha desvanecido en la Nada. Ahora ya sé un gran montón de grandes y preciosas palabras pero ya no tengo a nadie a quien escribir… Abuelo… perdona si te molesto… yo sé que tú sólo quieres descansar… espera un momento Abuelo… sólo un momento… no te vayas por favor.

Todos vieron volver del campo a Carlos con lágrimas en los ojos. Todos le vieron de nuevo en las calles de Las Tres Cruces y le vieron entrar en la vieja y humilde casa familiar. Pero nadie dijo nada.

Carlos entró en la casa y, sin decir palabra alguna, ante la incertidumbre de su madre que planchaba afanosamente la ropa, se dirigió a la cuadra y encontró su querida azada. Después salió, dio un beso cariñoso en la frente a su madre y se encaminó, en medio de la polvareda seca que se enroscaba en su garganta, de nuevo hacia el campo.

Todos le vieron de nuevo cruzar las calles del pueblo con su querida azada al hombro. Todos le vieron llorar. Pero nadie dijo nada. Todos guardaron silencio.

Carlos llegó, nuevamente, hasta el viejo y centenario olmo.

– Abuelo… perdona si te molesta lo que voy a hacer… espera… espera… no te vayas todavía…

Carlos comenzó, con la azada, a remover la dura y seca arena bajo la cual descansaban los huesos del abuelo Abilio. Con sangre, sudor y lágrimas, logró por fin abrir la fosa. Los huesos del Abuelo eran blancos, blanquísimos, como las alas de una paloma que cruzó por el aire. En el olmo brillaban las hojas amarilleadas por el sol.

– Abuelo… no te enfades conmigo… he aprendido a pronunciar la palabra fantasía… se la he escuchado muchas veces de la boca de Tía Enriqueta… y la palabra ensoñación que es mucho más poética que sueño… y he aprendido a hablar con las gentes… pero no deseo hablar ya con nadie más… he aprendido a escribir como los grandes literatos que pasaron a la fama y a las enciclopedias de la Humanidad… pero yo no deseo escribir para ser solo uno más de ellos… yo ya no deseo escribir nada más… Abuelo… ¿me escuhas?… ¿estás ahí?… perdona por lo que voy a hacer pero quiero y deseo que lo puedas comprender.

Carlos cogió la gran caja de madera, la abrió y sacó el enorme fajo de cartas escritas con su puño y letra, que estaban atadas con un firme lazo de color azul del cielo. Miró al cielo pidiendo perdón a Dios. Desató el nudo del lazo y fue esparciendo todas las cartas escritas a Teresa, aquellas cartas nunca respondidas, entre los huesos del Abuelo. Volvió a mirar al cielo azul, volvió a pedir perdón a Dios y la paloma de las alas blancas volvió a cruzar el espacio.

– Abuelo… escucha Abuelo… no te ofendas conmigo… aquí te dejo todas estas sencillas, humildes y hasta casi analfabetas cartas escritas para Teresa… te las dejo para que, en esa tu eternidad, te entretengas en ir leyéndolas poco a poco… poco a poco… como solíamos hacer tú y yo cuando me enseñabas a beber vino de la bota de cuero…

Carlos comenzó entonces a tapar de nuevo la fosa del abuelo Abilio.

– Adiós Abuelo… hasta siempre… deseo y le pido a Dios que tú entiendas y comprendas por qué las escribí…

Y terminada la labor, dejó la azada en el suelo, se tumbó en la dura y seca arena que cubría los restos del abuelo Abilio y, recostando su espalda en el tronco de viejo y centenario olmo cuyas hojas seguían amarilleadas por la luz del sol, se quedó completameente dormido deseando no despertar jamás.

FIN.

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