Llegó el fin de curso y todos andábamos nerviosos con eso de los exámenes; pero lo más triste, quizás lo único triste del asunto, es que ya no volveríamos a ver a Ana María. Ella había sido la conmoción del año en el instituto. Aquella preciosa profesora de Historia del Arte, con sus 23 años de edad, había desbancado del primer lugar del top ten de nuestras fantasías a Mercedes, la maciza ayudante de Antonio el de Química.
Hasta que Ana María llegó éste último curso a las aulas, en el instituto todos peleábamos por estar cerca de Mercedes en el laboratorio, cerca de ella hasta que ella nos arrimaba su escultural cuerpazo y nos rozaba nuestras quinceañeras estructuras de jóvenes en pleno desarrollo hormonal. Mercedes había estado jugando con nuestros líbidos durante dos largos años académicos. Con ella aprendimos más anatomía corporal que combinaciones de elementos químicos y sus correspondientes pesos atómicos. La muy pícara siempre elevaba nuestras linfas cuando nos rozaba con sus pechos o sus piernas o nos ponía la mano en el muslo jugando con nosotros mientras intentábamos alear nitrógenos y sulfuros. Pero Ana María era simplemente divina y la destronó. Ana María era la mujer más bella y hermosa que habíamos todos conocido.
Y así fue pasando el año; con la clase de Historia del Arte (que anteriormente, con la viejísima Silvia, siempre estaba vacía) llena hasta los topes y hasta los últimos centímetros de cada pupitre. Todos soñando con aquella escultura humana que tenía forma de preciosa mujer angelical. Aprendimos arte porque aprendimos a soñarla. Las formas y figuras de los escultores griegos nos fueron entrando en la retina al contemplar la forma y figura de Ana María. Y los templos romanos fueron interpretados gracias a su monumental presencia. Las catedrales góticas y romanas tuvieron importancia desde que ella hacía entraba en el aula. Los palacios del romanticismo fueron ensoñación carnal a través de la excitante existencia de aquella divina mujer. ¡Y qué decir de las pinturas del Renacimiento y del sinuoso impresionismo francés!. ¡Lo impresionante era ver el rostro y la boca de Ana María y memorizar todas sus luces y contraluces!. ¡Lo impresionante era visualizarla completamente desnuda debajo de sus vaporosas camisas blancas y sus expresivas minifaldas!.
Y llegó el día final. Todos estábamos apiñados en la sala. Ardientemente sedientos de verla por última vez. Allí estaba ella, con su camisa blanca, su minifalda totalmente pegada a aquellas inolvidables y ensoñadoras piernas tan escultorialmente doradas por el sol. Y con su brillante pañuelo rojo alrededor de aquel cuello que todos ansiábamos de una vez por todas devorar.
Durante el año habíamos competido todos, absolutamente todos, por llamar la atención de tan monumental belleza. San Román, el vallisoletano bravucón que era compañero mío de pupitres, se había pasado todo el año con el firme e ilusorio propósito de conquistarla a las bravas. Sus atrevimientos verbales durante todo el año estuvieron llenos de piropos y frases subidas de tono hasta el máximo posible. Lo único que había logrado el donjuanesco San Román era la frialdad más absoluta por parte de ella.
Yo, mientras tanto, en mi pulso contra San Román, había estado todo el año elaborando preciosos cuadros sinópticos que recogían todas y cada una de las lecciones dadas por Ana María y se los había presentado con impoluta limpieza. Mi compañero de pupitre estaba locamente dispuesto a conseguir un beso de ella. Se lo había apostado a todo o nada. Pero ni él ni nadie de la clase sabía mi secreto: cada uno de los trabajos monográficos que nos había ido pidiendo a lo largo del curso los había yo acompañado con versos que se los entregaba escondidos entre las hojas de los trabajos. Poemas ardientes, poemas de tan subido tono erótico que, de haber sido descubiertos por Don Mañero, el director del instituto, habría sido fulminantemente expulsado del centro. A un colegio de monjes o quizás a un reformatorio para casos perdidos. Pero quiso Dios que yo tuviese la suerte de que Ana María nunca dijo nada a nadie. Guardó absoluto silencio durante todo el año a aquel misterioso juego amoroso que yo tenía dentro de mi alma. Y yo sabía que ella leía mis poemas…
Llegó el día final. El examen consistía en que ella iba mostrando fotogramas en una pantalla y levantaba a cada alumno para hacerle cinco preguntas. Al final de ellas el alumno abandonaba el aula y quedábamos allí los restantes. En la clase éramos un total de 62 alumnos. Sentados por orden alfabético de nuestros primeros apellidos yo era el número 37 y San Román el 38. Y comenzó el examen…
Empezó por orden alfabético. Yo estaba profundamente nervioso recordando todas las posibles preguntas no para sacar una nota alta (que no me merecía exactamente) sino para quedar bien ante aquella beldad de la que me había enamorado tan locamente. Sólo me venían a la memoria los eróticos poemas que le había dedicado cuando comenzó a responder Angel Aguinaga… y después siguió con Luis Alcaraz…
Iban pasando los minutos. Iban desfilando los compañeros. Todos con una expresión nerviosa en su rostro. Todos con la pena de no volver a verla. Yo estaba en otro mundo. Sólo intentaba recordar… recordar… recordar… pero sólo venían a mi memoria versos dedicados a aquellos hermosos labios de color rojo que preguntaban sin cesar. Y aquel rostro virginal me estallaba en el cerebro.
De pronto le tocó levantarse a Tomás Saavedra. La clase ya estaba medio vacía. El siguiente era yo. El sudor frío y dantesco perló mi frente. ¡No recordaba absolutamente nada de las lecciones de Arte!. Mi mente era una total penumbra y en ella debatía yo mis últimos estertores de estudiante. ¡Dios mío!. ¡No recordaba nada más que su cuerpo!.
Cuando Saavedra salió del aula ocurrió algo impresionante para mí. Yo estaba dispuesto a pasar la más miserable de mis vergüenzas cuando Ana María nombró al siguiente alumno: Juan Zubizarreta. Había cambiado el orden de actuación justo en el momento en que me tocaba salir a mí y ahora seguía la clase de preguntas desde el último lugar de la lista de alumnos. De pronto sentí un alivio estremecedor y también un temblor de piernas inconfesable. ¡Resulta que yo iba a ser el último en pasar la prueba y ello significaba que tendría que quedarme completamente a solas con ella en el aula!. Miré a mi lado. San Romás sonreía estúpidamente. ¡Me la ligo Salcedo, hoy me ligo a este bombón! Me musitó al oído.
Fueron pasando los compañeros. El ritmo se aceleraba. Quizás Ana María ya estaba cansada de tanto fotograma, de tantas preguntas y de tantas respuestas… ¡hasta que quedamos sólo San Román y yo ante ella!.
¡A ver San Román!. ¿Qué ves aquí?. Era la Catedral de Notre Dame de París¡!Un monumento!!. ¡!Veo un monumento!!. La luz de la ventana daba al escultural cuerpo de Ana María una belleza inexplicable, una belleza absoluta…
Pero ¿qué clase de monumento?. ¡!Uno de verdad, de carne y hueso, divino!!. Ya sólo oí, en medio de mi conturbación, que ella le decía algo así a San Román: Espero que desde aquí hasta septiembre tengas tiempo de aclararte. La Historia del Arte es algo mucho más serio que tus continuas impertinencias. Quizás en septiembre, con otro profesorado, sepas distinguir bien lo que es arte y lo que es imbecilidad. San Román salió del aula congestionado, totalmente congestionado y lanzando bufidos al aire.
Me puse de pie. Un silencio atronador me distanciaba de la tarima donde estaba ella subida. La luz de la ventana ahora la envolvía en un halo de grandeza tan sensorial que mi vista la presentía completamente desnuda. Tragué saliva. Pero ella no usaba la máquina de los fotogramas. Bajó de la tarima y se acercó a mí que me quedé quieto, absolutamente cercenados mis movimientos por una imposibilidad total de seguir adelante.
Se fue acercando. Su cuerpo rozaba el mío cuando acercó sus labios a mi boca. Ella fue la que comenzó el beso suavemente, con ternlura, con pausa y con una destreza de mujer de encanto. Yo fui el que aceleré e ritmo del beso abriendo su boca en toda la extenuidad posible mientras le sujetaba la cabeza. Después la devoré el cuello. Mi mente ya no pensaba en nada. Sólo estaba estallando en un escandaloso tumulto sin final. Hasta que ella apartó su cuerpo del mío y me acarició el quincenal rostro con un leve recorrido de su mano. Después me sonrió y me dijo que si quería su pañuelo como regalo a cambio de los hermosos poemas que yo le había regalado durante el año. Tomé el perfumado pañuelo y salí pálido y tembloroso del aula.
En casa nadie comprendió que yo no quisiese probar bocado alguno. Nadie entendió que me negase a formar parte de la tertulia familiar ni a querer jugar al acostumbrado mus de los viernes. Nadie entendió que prefiriese marcar un número telefónico secreto. Era el número de Gisela.
Gisela me recibió totalmente desnuda. Cuando entramos en la cama yo me desnudé todo pero le pedí que hiciésemos el amor sin desprenderme de aquel oloroso y brillante pañuelo de color rojo que llevaba anudado al cuello. Sólo sé que Gisela quedó admirada por aquella profunda penetración que yo hacía en su cuerpo; sin que se diese cuenta de que allí, en la cama, yo estaba aprisionando entre mis brazos el cuerpo escultural de la preciosa profesora de Historia del Arte que me había hecho pecar por primera vez en la vida…
Y nadie sabe la causa de que en mi libreta escolar hoy luzca una puntuación de 10 (matrícula de honor) en el apartado de Historia del Arte. Sólo Ana María y yo sabemos por qué… Ni tan siquiera la misma Gisela lo supo jamás…
Saludos Diesel:
Ese primer pecado, quizá sea el verdadero, el Original…el que nos ata a la memoria histórica de la desnudez voluntaira, con las pasiones humanas. Todo el preámbulo es libidinoso, porque la esencia de lo humano se sostiene sobre la sexualidad en oleadas. No debemos dejar de pecar, muy al contrario, liberando la culpa en cada juego amoroso, en queca incitación al tango, en la solemnidad de la piel contra la piel, recreamos la verdadera naturaleza sensorial de un Mono Desnudo, que par alcanzar mayor gozo, puso al descubierto su más tersa y delicada envoltura. ¡¡¡¡Todo un ejercicio de novela descriptiva!!! Espléndido.
!Excelente relato!. !Lleno de humanismo y de sensibilidad en ese momento del pecado visto como participación congenérica de los seres!. !Y excelente también el comentario analítico de grekosay!. !Os felicito a ambos!.
Me parece un relato precioso, dulce y muy cálido enfocas de manera muy descriptiva ,sigue a si que me parece bonito.
un beso Padua