EL REFLEJODE LOS SUEÑOS EN LUNAS ROTAS
(PERDIDO EN LA ETERNA OPORTUNIDAD)
POR:
JOAQUIM BERTRAN CANUT.
N O V E L A
“Soy mañana y oscuro es mi sol, sólo
el tiempo conoce la corta eternidad.
El camino va más allá de aquí y si tu
piel no acaricia mi yo, volveré vulnerable
a mi guarida y sin herida, grabaré
una vida concebida en el desierto de
levedad. Prenderé fuego al desván de las
cenizas de los ayeres y probaré que no existí”.
A MI HIJA
ANAÏS BERTRAN QUIÑONES.
Como cada noche durante treinta y nueve años Andy López se adentraba por las calles surrealistas de una ciudad insólita que sólo existía en su icono interno. No quería estúpidas interpretaciones imaginarias. Todo era lógica, simple, normal, sencillo… ¡No, no y mil veces no!, ¿acaso había pedido consejo? ¡No!, no buscaba información. Él necesitaba que se le concediera un tributo, un premio honorífico por sobrevivir. Obsesionado, perseguía sin conseguir, un peligro, una víctima que salvar.
De ninguna otra de las maneras llegaría a ser un héroe.
Se encontraba perdido entre miméticos pasadizos, con los brazos extendidos, equilibrando el peso del cuerpo a su paso por conductos de metacrilato, cables y vigas en las arácnidas alturas de la cuerda floja, tejiendo miedos desconocidos en busca de “Dorados”.
Seguramente en ese preciso momento, llamaron a la puerta y Andy despertó sobresaltado. Miró con ojos estrábicos el reloj de arena aposentado sobre primigenias raíces de polvo de una silla plegable de madera, junto a la cama revuelta de pesadilla…
…El tiempo siempre permanecía en idéntico lugar.
¡Las cuatro!, quién demonios sería tan temprano… o tan tarde, depende el ángulo con que se mirase. ¿Esperaba a alguien?. El ronco sonido del timbre no cesaba. Bostezó sin ideas, tosiendo, con una molestia en la garganta… carraspeó hasta que notó un pelo de pestaña en la lengua que atrapó pellizcando con los dedos amarillentos de nicotina.
¿Qué pasa, es que no hay más puertas? pensó sin demasiados argumentos.
El colega que lo accionaba, no parecía aun satisfecho con el escándalo organizado. Prescindió del progreso eléctrico y aporreó la madera comida por la termita, con brutal insistencia. ¿Tú que opinas? no creo que tuviera el permiso del Presiente de la Comunidad de Vecinos.
Andy López, asustado, se encaminó hacia la entrada, pensando en los huesudos puños que tendría el tipo.
Ya voy, ya voy, señor impaciente gritó con un siseo de clausura.
Se había acostado a las dos de la madrugada, apenas un par de horas antes.
La resaca empezaba su efecto secundario: el más vomitivo. Las venas eran zigzagueantes rayos, la cabeza el trueno y la visita misteriosa el resplandor del relámpago. El resto sería una lluvia fría, muy fría. De repente oyó un quejido lastimoso y prolongado que le congeló de pánico. El timbre dejó de sonar, el aporreamiento también. Respiró esa incierta tranquilidad, aguardando un nuevo acorde, pero no, la orquesta se había ido, como se suele decir, con la música a otra parte. El silencio se escuchaba a cada momento, acompañando los latidos amplificados de su sorprendido corazón desbocado.
En segundos, pidió fuerza, pidió valor, pidió coraje y el temor apagó su ruego. ¿Qué hacer?, abría la puerta y se enfrentaba al loco desesperado que se encontraba tras ella o por el contrario regresaba a la cama, quieta y sedante, y envuelto entre las sábanas, olvidaba aquel mal sueño. Mientras intentaba reunir los pedacitos de pensamientos aislados para alcanzar la mejor forma de proceder, se abrigó con un viejo y deshilachado albornoz azul marino. El aire entraba desde un cristal de la ventana que una semana antes habían roto de una pedrada enviada por el mismísimo diablo… aaaggg… y aquel whisky barato, ¡qué asco! Sólo de pensarlo corrió al baño y entre arcadas y espasmos, echó todo lo que el cuerpo le ordenó. Allí se encontraba, con la cabeza en el retrete, cuando retornó la memoria sin escrúpulos.
No escuchaba nada. Quien fuera que fuese el madrugador virtuoso de la percusión, había dejado de golpear su instrumento. Quizá falto de convicción vocacional, sin público y cansado de no ser ovacionado, huyera a toda prisa en una rigurosa búsqueda de su maestro, para estrangularlo, sin darle tiempo a cantar. Era plausible y muy aceptable el no resignarse al designio y que no se deleitara con la desafinada y cruel agonía, después de haberle convertido en un monstruo sin consideración.
Aquí sí, un merecido aplauso, por favor.
Bueno, ojalá se hubiera marchado, por esta noche ya era más que suficiente. Con un presagio atrapado en el espacio de un vacío sólido y gélido, se acercó de nuevo a la puerta. La quiso abrir de un tirón para sorprenderlo, como había visto infinidad de veces en las películas en blanco y negro de intriga y suspense a lo Hitchcock. Pero en esta ocasión comprobó que la maldita puerta comprometía al genero cinematográfico, resistiéndose a su empeño. Pesaba in extremis, algo se arrastraba impidiendo el movimiento ligero deseado. Inmediatamente vio el porqué y comprendió la Ilíada y la Odisea del percusionista.
El hombre se hallaba atravesado por un largo cuchillo de cocina y clavado salvajemente en la cruz de su umbral, abrazado a la puerta convertida en eterna amante y último recurso, suspendido, inerte, restregando los pies en un encharcado de sangre que semiborraba la palabra convencionalmente amistosa “Welcome” de la alfombrilla.
Un bonito epitafio, una irónica bienvenida, muy apropiada para recibirle en el infierno.
Billete sólo de ida, gracias.
Todo alrededor de Andy, comenzó a reverberar demasiado deprisa, la luz no le dejaba ver bien, un sonido agudo mareaba sus sentidos. Como un baile enloquecido y sin poder parar, los objetos daban vueltas, igual que sombras de un tiovivo sin risas, con el eco de un espantoso sarcasmo. Iba a explotarle la cabeza, se sentó con desmayo en el sillón de chirriantes muelles que le produjeron escalofríos.
No podía creer lo que estaba viendo, ¿qué estaba pasando?, necesitaba urgentemente salir, sí, el aire fresco le ayudaría. Antes volvió a mirar el suelo y el escandaloso cuadro escenográfico, una mancha viscosa, rojiza, todavía caliente, hirviendo sobre un puñado de tripas que el desafortunado “Hombre Orquesta” intentó sujetar con sus manos en un instante de combate sobrenatural y holocaustico del instinto ritual de conservación con un acabado atroz.
Si mueres, no te compliques la vida…
Ya sólo pensaba en correr, sus náuseas buscaban distanciarse, huir del horror de aquel lugar que le engullía en un pozo de rincón deteriorado. Para acabar de tranquilizarse, bajando el estrecho tramo de escaleras, tropezó con una pareja de críos con una hipodérmica en el brazo. Hiciéronse a un lado para dejarle pasar y entonces le miraron ojos dormidos. ¡Dios!, le miraban con odio. No tendrían más de dieciséis años y la muerte miró de cerca, cara a cara. Nunca olvidaría esos ojos vacíos para el mundo e inyectados en sangre para él. Quiso decir unas palabras pero sólo pudo balbucear, tragó saliva, no le llegaba la voz.
La calle empezaba a madrugar. Un frío de nieve le obligó a subirse el cuello del abrigo. Los pensamientos se entremezclaban en su escurridizo cerebro. El miedo siempre acompaña el hilo que teje la araña.
Un chiquillo húngaro de tez prieta le agarró el pantalón.
Señor, déme unas monedas… señor… mi madre está muy enferma y no puede trabajar, venga, déme algo por amor de Dios… veinte duritos, no sea rácano, hombre…
Andy López hubiera querido ser caritativo, sin intermediarios, mas cuando quiso darse cuenta, tenía la pequeña, morena y experta mano del “pobre niño” buceando en uno de los bolsillos y abrazando unos billetes de entre los pliegues, el prodigio se largó volando, besando el viento y la suerte.
Qué mundo aquel. Todo parecía mísero, la gente iba asustada, paseando el perro de la pobreza, sacándola para que hiciera sus necesidades. O quizá era él, que experimentaba una visión deleznable en sus rostros ocráceos, perseguidos por la desfiguración teatral de la máscara terrorífica en la que se hallaban, camuflando el ridículo interno por una farsa exteriorizada.
El Mundo en su autenticidad, distinguido público.
Perdido ya en esa trágica sensación de reconocer la vulnerabilidad del espíritu, en una sociedad hostil, cada vez más integrada en el estigma frívolo e insólido del esteticismo. Pensó en los pensadores, en la absoluta austeridad de los monjes cartujanos. Entregados espiritualmente, atrapados en claustros amurallados y claustrofóbicos, en el anacoreta, el misántropo, el ermitaño. En los antiguos estilitas más drásticos y radicales sobre pilares y columnas existenciales. Artistas de la mente, de la oración, esculpidores de sueños liberadores, agricultores de almas creadoras de la pureza mística. ¿Dónde iban a morir estos animales de la percepción en vías de extinción?
Fuertemente consternado, Andy López tardó bastante en volver a la realidad y sumergir la memoria en agua clara, para poder afrontar este nuevo incidente que aguardaba, impasible, en el piso.
Se encontraba en un lugar ignorado, como si regresara de improviso, de un reconocimiento astral. Caía estremecido hacia ninguna parte, con el impacto de inseguridad que ofrece la velocidad de tránsito interoceptivo, elevado a los vértices de una lejanía sin límite terminal y el brusco y vertiginoso encuentro comunicativo emocional que representa la vuelta sin conciencia de la luz sensitiva al tedio rotatorio de la puta tierra. Y en este punto dudoso donde no hay ningún tipo de apoyo y por lo tanto se yace en el vacío impresionable de lo que entendemos seguramente que nos equivocamos por la nada, estalló la vulgar y sonora campana metálica, martilleando secamente en el aire infestado de microbios.
Gran reserva del planeta azul.
Andy se incorporó… ¿incorporarse de dónde?… vaya, vaya, ¡sorpresa!, pero si estaba en la cama. Eso significaba que… ¡claro!. Una alegría irrefrenada e histérica que le era imposible aplacar y mucho menos expresar, conquistó lo inconquistable en lo más hondo de su ser. El ánimo se tatuó en el cuerpo, sintiéndose poseído, ¿necesitaría un exorcista? Ja, ja, ja… una pesadilla alucinógena producida por los vapores del alcohol etílico, tóxico y venenoso caramelo.
Escasas eran las ocasiones que tenía de sentirse satisfecho, hilarante sería más correcto de imprimir su estado presente. Para celebrarlo, pilló una cerveza bien fresca y bebió un largo trago. Sonriendo, brindó por la monotonía. Era la primera vez que la realidad le abrazaba y se revelaba cómplice de fantasía.
En la radio, los Sex Pistols gritaban: Dios salve a la Reina.
Recordó la tarde noche. Festejaba con unos amigos, el término de su novela “Entre piedras y arena, hojas y mariposas”, tomando unas copas en el pub “Pescado congelado”. Al pensar en aquel whisky barato… aaaggg, ¡qué resacón!, daban ganas de vomitar.
Apoyado en la nevera con la Estrella en la mano, percibió algo extraño.
¡Jazz!, ¿te has vuelto loco o qué?. Calla que vas a despertar a todo el vecindario. Lo sujetó por el morro, acariciando el brillante pelaje.
Jazz era un pastor lobo majísimo y un amigo y compañero de piso inteligente y fiel.
Andy López había olvidado que llamaban a la puerta.
Jazz levantó la cabeza y gimió, luego ladró agresivamente, enseñando los colmillos. Su hocico resbalaba, aspirando el suelo, fue a trote hasta la entrada y rascó insistente con las patas, gruñendo, nervioso.
Cálmate, debes de haber tenido el mismo sueño que yo. No ves que sólo son las miró el reloj de pared , sólo son las …c.u.a.t.r.o… de la madrugada… ¡Esa maldita hora otra vez!
No lo pensó demasiado, la mirada se dirigió a la puerta, sus pasos se apresuraron, al mismo tiempo que las manos la abrían.
Cerró los ojos con una esperanza, acongojado los fue abriendo poco a poco. Nunca más creería en la esperanza: allí estaba el cadáver burlándose de él. Esta vez rió forzado, ¿todavía estaba soñando, verdad? Por la noche bebió la hostia, era una ocasión especial, no todos los días escribía un libro. ¿No era una causa más que justificada?
Es una broma pesada del subconsciente ¿no? ¿Porqué me juegas esta mala pasada? se preguntaba, acosado y sentenciado al cruento azar. Jazz carecía de poesía, olfateaba la sangre y lamía, lamía retozando, sumamente excitado. Andy se percató de lo que hacía y se largó escalera abajo. Su perrito estaba mordisqueando las entrañas que brotaban del cuerpo de aquel pobre infeliz, mientras resoplaba y meneaba el rabo. Por lo menos él había sacado el máximo provecho y no es que estuviera mal alimentado, pero ¿qué perro que se preciara le hacía ascos a un buen retortijón de carne fresca? Estarás de acuerdo conmigo ¿no?, bien, después que purgue con unos hierbajos sus pecados.
En los bajos, dos chicos se pinchaban una dosis de ausentismo destructivo. Vomitó sobre ellos.
¡Eeeeh gilipollas!, ¿qué haces? le gritaron, pero no dijeron más, tenían suficiente con lo que se habían metido en las venas.
Al salir a la calle, respiró profundamente la contaminación. El tiempo que permaneció allí estático, recapacitó, hizo una regresión de horas. Aunque no tuviera nada que ver con lo sucedido, le castigaba la duda, el miedo que se guarda secretamente, una obertura de culpa.
Sentimientos enloquecidos, friccionaban por la enredada y vasta imaginación que la cabeza, como un ovillo, iba liando y construyendo una trampa peligrosa, trenzando una red tenebrosa, de la cual no podía alterar su progreso evolutivo, tropezando con los remordimientos acumulados, una música por descubrir, el vértigo, la indecisión, sufrimiento, preocupación. Salpicaba la sangre derramada como si de la suya se tratara y no se había inventado disolvente capaz de borrar ese tinte escabroso que imprimía fatalidad.
Relájate, se autoimponía. Tranquilidad era la palabra clave, la flecha que debía seguir, pero en aquel instante, la señal se hallaba tan distante como inalcanzable. Intentó ejercicios de respiración… inspirar profundamente, espirar sacando todo el aire negativo. Ooommmm… regenerar fuerzas de energía. Nada, cuanto más se exigía, menos lo lograba. Los nervios garabateaban un complicado dibujo, difícil de interpretar. Buscó en el bolsillo la cajetilla de tabaco y extrajo uno, llevándoselo a los labios con gesto maquinalmente estudiado. El cigarro cayó al suelo, instigado por el temblor del fumador y la fuerza de la gravedad.
Pañuelos de eucalipto, encendedores, bisutería, relojes digitales, sumergibles. Americano… tabaco americano… todo muy barato pregonaba el Moro Jeremías, enseñando el tenderete que colgaba de los forros de su larga chaqueta de astracán.
Dame uno, amigo… un paquete de este señaló con el dedo . No, mejor dos. Bueno espera, no sea que no me llegue… rebuscaba con dificultad en los diminutos bolsillos de aquí y de allá.
¡Ajá!, aquí está, ya lo tengo suspiró. Vale, te cojo otro ¿eh?, venga, hasta la próxima… que te vaya bien acabó diciendo al tiempo que depositaba el importe justo en la mano extendida del vendedor ambulante. Encendió el cigarrillo con ansia. Sin llegar a ser un calmante, al menos la sugestión, mantenía la mano ocupada y se entretenía sacando el humo entrecortadamente, formando aros que apenas cobrar aspecto, se disipaban. Le había costado, desinteresadamente, años de práctica el fabricar, sí, como un alfarero, anillos cenicientos. ¿Te ríes?, de acuerdo, quizá no sea demasiado artístico. Las comparaciones son verdaderamente asquerosas. Pero también extraía el humo por los ojos… joder, que incrédulo. ¿Quieres verlo?, ven, acércate… así…
Masticó un chicle de hierbabuena para perfumar una putrefacta noche de vigilia. Repugnante sabor desleal de luto hacia sí mismo.
Deambuló por el pasaje de “los siete baretos”. Un ácido amargor le perforaba el estómago, sin duda por los vómitos y el desencadenamiento de siniestros esquemas. Necesitaba alimento, sentía debilidad y algo de apetito, mas en sus circunstancias no podía tragar nada sólido, ni siquiera se le ocurriría probarlo. El estómago y la mente estaban muy distanciados entre sí. Y todo ello, olisqueando los guisos regionales de aquellos baretos, sencillos, humildes, siempre despiertos, que empalmaban el día, minuto a minuto, turnándose para que funcionase el negocio y llegar a final de mes, libres de impuestos.
Aquel pasaje de la bohemia siempre estaba amenizado, junto a los olores tremebundos, por el trémolo de un viejo piano, afinado puntualmente y tecleado por algún cantautor con voz de “cazalla”, dando inspirados tragos a su siempre “última absenta”. Finalizando comienzos de tertulias con inanimados públicos de vidas desequilibradas. Vida que pasaba entre pincel y bala, pluma y navaja.
Andy fijaba la mirada en los interiores, esperando ver un rostro conocido al que contar su lance y solicitar apoyo moral.
Pintores, escritores, músicos, actores, mercaderes de la idiosincrasia, vendedores de seguros, aprendices y empresarios, médicos o directores de banca dormitaban con la cabeza sobre las mesas y los vasos vacíos. De los demás antros salía un abigarrado fusionaje de son cubano, jazz, cantos gregorianos…, en uno cantaba Gato Pérez “Pedro navaja” y al lado el “Summertime” de Janis Joplin.
Tres travestis que venían de fiesta le abordaron.
Hola amor, ¿qué haces, dónde vas?, mmmmmm, qué grande la tienes, te has puesto cachondo ¿eh? le bajó la cremallera y recorrió sus partes.
Mira, Yoli, qué buena la tiene el cuate.
Jo, mi niña, esta la quiero probar yo.
Niño, ¿te vienes a mi piso con las tres?
No tengo dinero…
Nadie ha hablado de pagar, yo no cobro cuando encuentro una cosa así, lo pasaremos bien los cuatro, o es que no te gusta lo que ves…
Andy sólo veía tetas gordas, caderas y culos bien hormonados y operados. Para ser tíos habían conseguido su objetivo: un cuerpo perfectamente estilizado. Mucho más femenino que algunas mujeres.
Lo siento, pero tengo la testosterona por los suelos… pisada.
Cualquiera lo diría, papito… éste te contradice… qué duro.
Ya, es que últimamente no concordamos, estamos como peleados, ¿sabes?, cada cual va por su camino, en distinta onda.
Este pinche está muy colgado, déjale, no quiere coger y no tiene lana. La verga flojeó y de los elogios pasaron a propinarle una paliza de insultos, que si chingajo, pringao, pendejo, cabrón, maricón y otros que no pilló de la jerga mejicana o brasileña…
Volvió sus pasos hacia casa. Salvo el estómago revuelto y el flujo mojando el slip. ¿Cómo podía haberse excitado tanto en un momento de tensa segregación, presión y confusión?, tenían razón, era un pendejo.
Salvo el revoltillo en el estómago, no debería sentir ningún cargo de conciencia, ni proximidad de mala acción. El pesar del remordimiento, ¡ja! llegaba la tragicomedia.
Falso sueño, insensato desajuste de estacionamiento erróneo. Parada de razonamiento incorrecto, situación vía muerta, seguimiento de procedimiento indebido, suspendido en ofuscado letargo de inmovilidad.
¡Basta ya!, encierra las interferencias. Doctor, no llames a Mister Hyde. Volvamos a empezar con más coherencia.
Nervios crispados, eso traiciona… pero qué estaba pensando, no podía sentirse culpable por no haber abierto antes la puñetera puerta. Si lo hubiera hecho: ¿se habría salvado? ¡No, no, no! El hombre buscaba ayuda desesperadamente. ¿Cobardía?, sí, desde luego. La mayoría hubiera obrado igual. ¿Seguro? ¡Dejémoslo ya!, él nada sabía de lo que estaba ocurriendo fuera de su piso. ¿Tenía que saberlo?. Adivina, adivinanza… Temía que si le veían así, iban a creer que estaba involucrado o que había perdido el juicio. Imaginaba la noticia en los periódicos sensacionalistas: un psicópata asesina a su vecino, cuando éste llama a su puerta para darle las buenas noches y pedirle amablemente un poco de sal y unas hojas de perejil. Ja, ja, ja, qué gracia, ja, sí que es bueno… Reía histérico, ¿qué otra cosa podía hacer? Nadie le había conseguido un guión, simplemente improvisaba.
Escupió el chicle, sequedad de paladar, bebió agua en una fuente pública de principios de siglo. Cerca crecía la arquitectura Gaudí. Fumó dos cigarrillos. Un día lo dejaría. Hacía veinticinco años que decía lo mismo. Vio salir por el portal a los dos muchachos que habían pactado con el ángel que guiaría su camino, una oscura caída en picado. Seguían con sus nubes negras y la mirada de ensoñación. Dormidos para siempre. Se quedó absorto, mirando como se alejaban y desaparecían por un laberinto del que no les sería fácil salir.
Con la puerta entreabierta, pensaba subir y enfrentarse a los hechos, pero de súbito, un nuevo personaje apareció en escena desde dentro de la casa. Andy flexionó el brazo desarticulado para dejarle pasar, pues parecía tener prisa. Escondía las ideas bajo un sombrero de fieltro gris, con gafas oscuras, guantes negros y una gabardina ocre que dejaban ver poco de él. Con estos ingredientes no resultó difícil detectar una chispa de suspicacia. Sospechó inmediatamente de aquel atuendo vestido de desconfianza. No en vano había dilatado tres gruesos tomos de las aventuras de Sherlock Holmes, releídos sus inteligentes y espeluznantes casos, varias veces, adquiriendo increíbles dotes de agilidad detectivesca. Elemental, querido Watson.
El protagonista de esta historia, hinchó los pulmones y llamó, dando unos pasos, acercándose al huidizo enmascarado. A cambio, recibió un puñetazo directo a la cara, en cámara rápida. Fue su última visión multicolor, cayó al suelo, sobre un pringoso charco de interrogantes. El sombrero, los guantes, las gafas y la gabardina, desaparecieron por alguna de las esquinas del callejón.
Tendido junto al escalón del portal, el subconsciente luchaba por regresar. Tardó unos minutos en recuperar la noción de las cosas. La luz de cualquier mañana, insistía en salir desde algún punto lejano, improyectable sobre la faz de la tierra, en un origen de cristal oscuridad, donde el duende fabricaría el espejo que por fin iluminaría su errante figura tras tornarse valerosa con su calor e ilusionario fulgor. Cabalgó de nuevo sobre su montura recuperando del golpe, la cordura y decidido, creyó que lo más prudente, sería acortar distancias con la comisaría.
Pasos agigantados buscaron el edificio que apenas distaba unas manzanas de aquella verídica obra teatral, representación de la que él, había conseguido sin proponérselo el papel principal. Pero actuaba sin convencionalismos… o rompía con las técnicas tradicionales en una atmósfera naturalista, propia del método de Stanislavskij, que fundó escuela en su país, Rusia, y más tarde se conoció en Nueva York y en el resto del Mapa Mundi. Abreviando, la enseñanza se centraba más en el arrebato psicológico profundista de los personajes, permitiéndoles jugar con la improvisación y experimentar sus trabajos en su máximo acercamiento y vivenciándolo en cuerpo y alma, para dar mayor credibilidad, realismo y enriquecimiento a las vidas encarnadas.
Comisaría, era un edificio triste, de sabor gris y color llanto. De construcción franquista. Finca patibularia, camposanto enladrillado de emparedar nichos, nidos humanos en el muro imaginado por Allan Poe.
El desangelado aspecto de la ley y el orden, qué idiota recordó con cierta gravedad, cuando creía que la justicia existía. Él era niño y sentía fascinación por un mundo que se le presentaba con todas las puertas y ventanas abiertas. Pronto le alzaron tapias con banderas rococó, impidiendo libertades, cortando las cuerdas vocales para no revolucionar al rebaño de ovejas clónicamente domesticadas por dictadores con delirios de grandeza. Caricaturas de Reyes de Mundos disfrazados de lobos buenos.
Sabía que la justicia, estaba hecha para el que tiene dinero, influencias… poder. La corrupción incluida en el menú .
La claridad del crepúsculo, daba a entender que no había amanecido del todo cuando entró en el páramo policial.
Esperó sentado en un banquillo de madera pino, largo, estrecho e incómodo. Tanto, como el tiempo que le tuvieron allí, medio adormilado, cambiando de posturas. Se entretuvo leyendo los mensajes, nombres y fechas, obscenidades y poemas que se hallaban tallados con instrumentos improvisados en las carnes del viejo banco. Le gustó uno que decía: Las putas al poder… los hijos, ya están dentro.
¿Qué desea señor…?, ¿oiga? ¿Me dice el motivo de su visita?
Ensimismado en la rústica del mueble, ahora leía: Base del Anarquismo. “Que en tu vida sólo figure una cláusula: haz lo que quieras. Porque gente bien nacida, bien instruida, que conversa en honesta compañía, tiene por instinto y aguijón, el obrar correctamente”.
Muy bueno… ¿eh, qué?, a sí. Venía a… bueno… vengo a dar parte de un acto criminal.
Que raras le sonaron las palabras pronunciadas, como a película de ficción de serie barata, como las palabras muertas de un discurso de bostezos políticos vendiendo polvos detergentes al pueblo, prometiendo que no se harían pipí encima. Sobre los políticos, había otra buena frase en el “Banco de anuncios y reclamaciones”, lo firmaba un tipo francés: El político es aquel que expresa lo que piensa y siente el pueblo, sin habérselo preguntado jamás.
Sígame por favor le sonó a campanas parisienses.
Entraron en alguna parte, la chica, sin inmutarse, dijo que esperase un momento. Siempre acompañado de un por favor, que ya le resultaba maquinalmente patético.
La muchacha tendría unos diecinueve o veinte años, no más. De aspecto despreocupado. Tres botones desabrochados de la camisa, dejaban ver parcialmente sus glándulas mamarias, generosamente abundantes, protuberantes y abusivas. El uniforme resaltaba impecablemente limpio. Al andar se escuchaba el indiscreto roce que producían las medias que cubrían sus descomunales muslos. Para pintarla, Peter Paul Rubens, hubiera necesitado varios lienzos, terminando con satisfacción su gran obra, rica en masa carnosa. Gratitud humana, recibida de Mamá Natura . Oficinista en una comisaría de barrio periférico. ¿Cuántas veces habría entonado las mismas palabras que hacía un instante le dirigía a él? Señor, espere un momento por favor.
El Señor no existe (no hay ninguna prueba fáctica), la vida no otorga favores, está llena de momentos. ¿A qué esperar?
No comprendía muy bien porqué le daba pena verla otra vez allí, de pie, hablando como un robot mecánico, construido por el hombre, eso sí, no lo olvidemos, un hombre con una clara inclinación tendencia devoción, influenciado por el maestro Rubens.
La lástima que sintió en un principio, se disolvió por completo. Aquí la víctima de la pintura era él, sin comer, sin dormir, resacoso. Estaría hecho un asco, enjuto como el Cristo de El Greco en sus cuadros que representaban la Crucifixión y la Resurrección.
Dejó de compadecer a los demás y pensó en sí mismo, en un exceso de frustrada evasión.
Seguidamente, le desgarró el sentido del entendimiento, unido al conocimiento. Cayó un rayo, partiendo con crudeza la razón de sus valores más trascendentes. Participó en el penoso ritual del sacrificio, siendo la ofrenda otorgada a los dioses agnósticos de lo oculto. Entró en el Santuario del averno con ánima atravesada, un coro de voces repetía con los ecos de un gélido vacío. Sintió como se llevaban su esencia junto a las otras, en una bandeja de espesa niebla. Estiraban la piel y amordazaban los oídos. La única frase que la coral de voces, ahora acústicamente sobrenatural, repetía, sin cesar, castigando la antorcha de luz. Apagándola. El recinto osciló entre la carencia de claridad, sombreada por contrastes ocultos de lapices láser, pintando rayos catódicos, curvas de sobresalto que estimulaban impulsos bruscos de transmisión imprevisibles. Corrientes de riesgo, con descargas eléctricas de pasados nunca acontecidos y ejecutados fortuitamente por neuronas criminales. ¿Quién quería destruirle? 100 por 100, no sabe, no contesta.
De las sacudidas, le salvó el frío del espacio y la frase que continuaba repicando: “Estás a solas con el solitario”.
Las proyecciones del subconsciente eran las que le quemaban, convertidas en entes etéreas, volátiles… demasiado eternas. Desprendiendo gases de ausencia. Así acabó, rendido en el suelo, mientras toda sustancia de presencia, se perdía en la lejanía, allá en lo más alto del firmamento, sin dejar ninguna huella. La soledad era demasiada compañía y su reflejo quedó cautivo de otro cuerpo físico, sobre una alfombrilla sangrienta, semiborrando la palabra “Welcome”.
Las teclas de una máquina de escribir le hicieron volver a comisaría. Intuía que no había sido del todo un sueño, cuanto menos, tuvo la sensación de haber estado poseído por la temerosa e idolatrada muerte, penetrando en el cadáver del “Hombre Orquesta”. Bien, esto le recordó que el fiambre le esperaba en el piso. Una verdadera cita a ciegas . También se acordó de la lectura, hacía unos días en un periódico. La foto de la única cartuja de la región que había sufrido un incendio el año anterior, cobrándose una víctima y daños forestales incalculables. Un monje resumió su religiosa austeridad, diciendo que ellos vivían a solas con el solitario. De ahí provenía el estribillo de su ¿sueño?
He aquí que su estado “anémico”, empeoraba al darse cuenta de que todo, absolutamente todo, era la pura y jodida realidad y no un cuento fantasioso, cómo hubiese deseado para poder poner ya mismo, un grandioso y hermoso final con guirnaldas y diversos motivos de ornamentación.
¡Hombre Bar! Pon una ronda para todos, que esta la pago yo, sí hombre, no me mires así. Apúntalo en mi cuenta.
Y aquella señora aburrida, tras la mesa de su despacho atrincherado, esgrimía un montón de preguntas con un sable fríamente afilado, cortándole a rodajas las respuestas. Acometiendo con arte y deteniendo todos los golpes con un juego de seducción, al cruzar las piernas y dejar al descubierto un liguero negro al que Andy prestó por entero y en plurales, toda su atención, dejándose vencer, zozobrando por su innoble gesto, perdiendo el ímpetu. Convertido en un monigote pasivo y sumiso, caído en las redes de seda de un encaje erótico al servicio de disuadir y alterar la turbada paz, de un corazón cansado ya de latir. Intentando hacer frente a la lujuria que reposaba en las redondeces de sus pechos, sobre la mesa, incitándole a fijarse en sus pezones erizados, en punta, que asomaban ya sin piedad, con falso descuido de inocencia y naturalidad, valorando con apremio la abultada entrepierna. Otro movimiento brusco de la Dama, le permitió admirar su nalga derecha. Sin darle respiro ni tregua alguna. Ojillos traviesos, humedeciendo los labios carnosos, sobresalientes con lengua atrevida. Mordisqueando el tapón del bolígrafo. Postura graciosa y mordaz, rascando con ágil ademán en el interior de la falda, izando al vuelo ésta, enseñando un moratón cerca de la ingle.
Perdona, es que me he dado un buen golpe con la esquina de la mesa, ¿lo ves?, ¡jo!, se me está poniendo de color violeta ¿verdad?…
Pues… siiii, bueno, también en el sitio que lo tienes, quiero decir que no se ve, si no lo enseñas… y pronto se curará y…
Sí, pero es que duele y se me hace más grande y se hincha… ya verás, toca. Con descaro y desparpajo, le tomó la mano y la puso sobre el morado.
Toca, toca… ¿a que sí?…
Andy, tímidamente encendido, palpaba el muslo, le subió la faldita y ya con las dos manos, masajeaba el golpe de la muchacha.
Ella, dueña ardiente, levantóse un poco del asiento para que aquel hombre pudiese explorar con más precisión su piel dañada, quitóse el diminuto tanga, facilitándole la tarea de inspección general. Así estaban, jugando a los médicos, cuando escucharon un portazo en una oficina contigua a la suya. Ella se vistió rauda y él se contuvo sin poder aplacar el molesto dolor genital.
Un oficial asomó por la puerta, sin llamar.
¿Todo va bien, señorita Rubens?, preguntó con arrogancia. Estaré en mi despacho, estudiando el expediente del sacerdote de la parroquia. Que no se me moleste ¿de acuerdo? Bien, acuérdese de llamar al forense y al abogado de oficio para el caso del crimen del puerto.
Salió sin despedirse. Ambos se miraron, ella aguantando la risa y él aproximándose para continuar el lance y desfogarse. Inesperadamente, recibió una negativa. Como si nada hubiera sucedido, como si sus actos provocativos fuesen justificados por la asfixia de su cuerpo, enfundado en un vestido dos tallas menores y habiendo regalado un gratificante espectáculo, de realidad virtual. Borró la imagen de opulenta Mata Hari, y en un nuevo giro, apareció la rutinaria trabajadora mediocre y explotada mujer angelical. Haciéndole creer que su paranoia crecía, imaginando que desvariaba entre los vientos de sus mares ancestrales, propensos a motivar escenas de efectos lascivos. Alejándole del miedo a la verdad, escondido en los labios libidinosos de otra proyección del subconsciente lanzada a la bacanal de la hipnosis, buscando placeres deseados y no satisfechos en un mundo físico.
El tono de la señorita Rubens, habló con vehemencia, desencajándole los huesos, sintiéndose desorientado. No le ayudó demasiado su tenacidad e intento de encuentro furtivo, en un abrazo secreto, llagado y masoquista.
Bien, creo que no falta nada… mmmmmm… nombre, dirección… vale, ya está todo, si me disculpa, vuelvo ahora mismito. No tardo nada… gracias.
Sonrió maternalmente, desarmándole y salió de la habitación que semejaba una celda. Al cabo de un rato, oyó su taconeo y las medias de sus muslos refregándose, sonido que ya le resultaba familiar.
Sin saber porqué, abrigaba la esperanza de verla entrar con un camisón largo de transparencias, de esos de satén, cerrar la puerta con llave, mientras la intimidad se deslizaba en un contoneo sinuoso y pasional, la prenda debía caer a tierra, y a la vista, una descarada combinación, a la par que presumida y coquetamente, preguntaba con voz sensual ¿te gusta, cariño?, sus vaporosas manos rastreando su piel, conociendo su poder de bestia en celo, hacia el hombre persuadido por la amenaza que le cautivaba. Pero no. Llegó la Madam enérgica, con el uniforme hortera, impecable.
Señor, me han notificado un asesinato en la calle y número que usted me ha dado. Pero llega tarde, alguien anónimo, avisó por teléfono, hace cosa de una hora. Mire… si quiere verlo usted mismo… le acercó una hoja de sumario.
La apartó de un manotazo. ¡No podía ser!, se levantó ultrajado, acuciado y se largó de aquel lugar que olía, que apestaba a silla eléctrica y a un exorcizado azar de irrealidades sexuales y fusilamientos psíquicos. Marchó salvajemente, sin despedirse. Reconoció su falta de educación, ¡sí! pero es que salió profundamente defraudado. Ni siquiera podía tener la exclusiva en dar la noticia del único suceso importante que pasaba por su irrelevante vida de escritor fracasado, a un mundo que le decepcionaba tremendamente.
¿Quién había telefoneado?, estaba bien claro. Sólo el asesino conocía una hora antes su cometido, qué cínico. El psicópata que había tenido la ocasión de saludar en el portal, llamó para anunciar un delito reciente o quizá todavía inexistente.
Intentó recordar algún detalle, pero la ropa de camuflaje le dejaba sin pistas y encallado en blanco. Tarareó el concierto para violín de Piotr Llic Chaikowski, ¿porqué?, a saber… Quizá le relajaba, tal vez sentíase identificado con la turbulenta y atormentada existencia del compositor ruso. Él, como el músico, en estos momentos, no se aceptaba a sí mismo.
Reintentó pensar en indicios o resquicios que a veces quedan en el aire. Nada era una palabra que lo decía todo.
Trataría de pensar, pero más adelante, con mayor lucidez. Estaba demasiado cansado para retener los pequeños detalles que su mente agotada y laberíntica, no podía captar, inmersa en un cruel nudo de sensaciones, imágenes y dolor. Imposible seguir así, catapultado a una desmembración craneal encefalítica.
El frío helado, mantenía despierto el aturdimiento. Con las manos cosidas en los bolsillos, tomó el camino de regreso a casa.
Poco antes de llegar, ya escuchaba sirenas apagarse, murmullos y griterío. El vecindario al completo, más el público de cortesía y algunos “extras pagados”, se apiñaban cerca del portal, lo más cerca posible. Andy se acordó de la noche de los muertos vivientes.
Todos intentaban penetrar en el portal, escuchar y hacer preguntas frívolas, estúpidas y descabelladas, hasta creyó oir que se hacían apuestas.
La madera ardía mal y el fuego no prendía.
La policía de vez en cuando los retiraba unos pasos, atrás, atrás, no entorpezcan el trabajo . Pero no conseguían vencer a la curiosidad. El acto novedoso, como es lógico, rompe la rutina y hace la vida más llevadera, olvidando por un corto período, lo mal enfocados que estamos en la fotografía de la vida.
Las aglomeraciones siempre le habían producido pánico. Un cierto miedo sónico, ajeno a su personalidad. Ardoroso y claustrofóbico subterráneo, un impacto en lo más remoto del desconocido reptil interior, que sisea en silencio, preparando el veneno y el momento de la mordedura decisiva.
Intentó de mala gana abrirse paso entre los amotinados inquisidores.
Un Mundo absurdo de dispares acusaciones, gritos, rumores, murmullos, olores repugnantes de madrugada, halitosis y violentos electrochoques, se le vinieron encima. Sus sentidos, camuflados, estaban sencillamente irritados. ¡Cómo era la gente! ¿No podemos dejar a los muertos en paz…?
Un madero que tenía visto por el barrio, vendiendo “chocolate” a los colegas, marcaba la raya blanca alrededor del cuerpo inerte.
Entre paréntesis: no deseo que se malinterprete cuando hago referencia al cuerpo encargado de velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, ni a los políticos que los dirigen. Que quede bien claro, que no tengo nada en contra, ni a favor tampoco, por lo que me mantengo neutralmente al margen y esto va también por Andy López. Y que no pretendo generalizar, ¿o sí? Simplemente hago mención de algunos casos concretos y aislados, sin que nadie se escandalice y si se ofende, será porque se dará por aludido… aquello de que las verdades ofenden ¿verdad? Porque como todos sabemos (nuestro único consuelo es creer que sabemos lo que ignoramos), tanto los ciudadanos civiles como el sistema constituido, suele caer en el encanto azucarado de la corrupción y manejar los asuntos sucios (que alguien tiene que hacer ¿no?), desde el lado más oscuro, dentro de una ya, corrompida sociedad.
…Y el que esté libre de culpa… que tire la primera piedra…
Aclarado este punto, estábamos con el amigo, marcando de blanco la aureola de la muerte. Ipso facto, la ambulancia sin sonoridad ni colores psicodélicos, no corría ninguna prisa , se llevó el cadáver, tapado con una pálida sábana. Un punto al buen gusto, sí, todo un detalle. El crimen envuelto en delicado papel de celofán, listo para regalo.
Entre tanto fotógrafo, periodista y policía, distinguió al Sargento Martínez, dando órdenes impertinentes a “sus” hombres. Mandatos que se perdían en el claroscuro vacío de una filmografía malograda en el primer fotograma, desmayado en el piso del escenario, síntomas de diagnóstico, infarto de saturación social por indigestión popular.
El Sargento Martínez sobreactuaba, era un pésimo actor, por ello nadie le hacía caso. Dictaba con amenazas, prepotencia y una desmesurada falta de tacto. El Sargento no se aguantaba de pie. En Cosmopolitano, por su afición a la bebida, abreviaron el apellido, apodándole “Martini”. Siempre se hallaba con algún grado de más, en lo que correspondía a un sargento. Su aliento apestaba tanto como sus estúpidas palabras, manchadas de incoherencia.
La gente, que se había quedado sin muerto y lo habían dicho ya todo, sintieron el ridículo, el frío y la humedad. Con inhibido disimulo se largaron a sus casas, para seguir desde allí el caso y sacar sus propias conclusiones, hipótesis inventadas y retocadas que irían de boca en boca hasta llegar a ser ciertas, derrumbando cualquier duda.
Cosmopolitano era un barrio de tarjetas de paro, obreros y trabajadores precarios con escasez de medios. Pocas personas podían permitirse tener un local de propiedad y los que lo poseían era la sedentaria herencia de generaciones olvidadas de origen.
En Cosmopolitano convivían juntos blancos, negros, rojos y amarillos.
La miseria no entendía de colores. Orientales, Occidentales, el misterio del collage humano se desentendía de territorios.
Andy López, vivía en una alcantarilla, rodeado de ratas de cloaca. En unos pocos metros cuadrados, se apiñaban todas las razas, todos los continentes. De las casas, no sólo saltaba la pintura. A menudo un bloque de pisos se venía abajo y sus moradores vivían trágicos siniestros. Familias enteras protegiendo a los suyos, cuerpos lactantes amparados por padres temerosos, lanzándose de los balcones y ventanas, queriendo escapar de la locura.
En la calle, reporteros grababan para algún canal televisivo, fotógrafos cogiendo instantáneas para los periódicos. Ambulancias y bomberos todavía no habían acudido. ¿Alguien les ha avisado? Incontestable.
Líbrame de todo mal. Esta era una cita apropiada en sus apenas conocidas mentes, porque aquellas tribus, mayoritariamente, se aferraban a las creencias de dioses. Es curioso que las personas sin recursos tuvieran fe y acudieran como refugio a curanderos y a la ignorancia divina.
Aquí se habla de una esquina indigente, pero lo mismo ocurre en fachadas materialmente ricas. Da igual San Gervasio, Sarrià o el barrio chino. El humano es en todas partes el mismo trapo sucio. ¿Hay excepciones?… Bip, bip, bip… Programa borrado.
Las calles olían a orines. Estrechos canales de basura y desperdicios. Excelente lugar, favorable para que el índice de la delincuencia creciera en un extremo alarmante. Peligroso, en las oscuras noches portuarias, atascadas de tabernas, siempre llenas de hombres y mujeres con un chupito en la mano.
El aroma a vino peleón, empapelaba las paredes y los suelos, hasta los topes de colillas aprovechadas, semejaban la vida y novelas de Dickens. Condenados a las penurias y al desahucio. El humo era lo único que calentaba a los clientes mutantes de toses asmáticas.
Cada noche atravesaba por distinta calle, que era igual que todas. Iba pensando, escribiendo en la mente el fracaso de su mano. La soledad es pensó , la pálida luz de mi sombra.
Abundaban los “camellos”, traficantes que no dudaban en ofrecer descaradamente al público su mercancía, producto de calidad dudosa.
En tu sonrisa, una raya. ¡Deprisa!, toma la dosis de éxtasis.
Cada noche caminaba en su imaginación, por una insinuosa e ilusionaria calle. Creyendo que la fantasía sería real, simple representación de una inofensiva cabeza de turco al servicio de los demás. Propósito de desfigurar la esquizofrenia gráfica de la marginación visual. Pues al término, las huellas eran del mismo pie y de igual longitud que los del lunático y pretencioso escritor de novelas y relatos impopulares que alucina en cada esquina, creyendo haber encontrado un filón literario, reconociendo que los de “arriba” no bajarían del pedestal si no interesaba a las multinacionales… O no pertenecía a una familia de vividores “famosillos” de la prensa del corazón. Fantasmas condenados a la suerte de su condición, sin más talento que la absoluta sordidez de una sociedad que no sólo perdona a ladrones y asesinos si tienen dinero, sino que luego les da un cargo de presidente en un banco de Suiza, alcalde de una población estatal, presentador de un programa basura de televisión, o contertulio en varios. Puede que también saquen un disco que como mínimo será platino, o interprete un papel en una película para darle más “renombre”. Joder, cómo somos de retorcidos, morbosos y gilipollas…
Luces de neón, barrio de continua farándula. Graffitis obscenos en las paredes, pintadas de sexo, religión, cruces gamadas, hoces y martillos y una frase que reproduce la que se encuentra en un rellano de las escaleras del edificio Tacheles, la última factoría contracultural de Berlín: “Tras la muerte de la espiritualidad, el hombre reclamará su alma”. Graffitis de esperanzas, corazonadas e inquietudes. Bolsas de basura atravesadas por la espina que los gatos, hambrientos, relamían. Zapatillas baratas, sin marca, sin suela, sin fortuna, rotas por el uso continuo del día a día, tropezaban con cuerpos tirados al azar de las reyertas y bacanales al son de un réquiem, no de Mozart, tampoco de Brahms, ni siquiera litúrgico, tenebroso sí. Jadeos y manos prietas, sobre el buitre que vuela en un cielo rojo que sólo se divisa en este callejón. Planea el pájaro carroñero y observa entre los pisos bajos, las pieles de colores, los abanicos de calor y las sillas afuera en las aceras de arenas ardientes. El viejo cíclope, apunta con el parche y dispara un antiguo pistolón de su abuelo, el pirata contrabandista… cuando la Independencia… cree. Sin errar, lanza con destreza a la ira, mojada en pólvora ya quemada, derribando el blanco, mientras el negro, mestizo o prieto sigue su andadura, mezclándose con los vampiros de la noche.
Nada más verle el Sargento fue a su encuentro. Con el rostro encendido, se acercó, irónico y burlón.
Hombre… Eh, chicos, mirad quién llega a la fiesta. Nuestro pensador y gran filósofo, miembro de la Real Academia Española. El Dostoiewski del barrio, o prefieres Shakespeare o Cervantes, que si no me equivoco estos dos murieron el mismo día y año, ¿qué te parece?, me gusta estar cultivado, ya ves chico… y las necrologías son lo mío.
El lenguaje cínico no le inmutó, pues ya lo conocía. Lo que más le molestó, fue la mención de Dostoiewski, la cual enlazó de inmediato con el crimen actual y paralelamente con la famosa novela, su castigo psicológico.
Lo aborrecible de este mundo, es que la gente se siente aliviada al oir tu tragedia. Los hay que están peor que yo piensan egoístamente. Les gusta que les cuentes desgracias…, les devuelve la sonrisa por un rato.
Lo mejor y más prudente sería no salir de la cáscara, pero si decides manifestarte y sí lo harás, por curiosidad obligada, cuando te halles solo y nazcan las vicisitudes, no cuentes tu dolor, que no te descubran, sino te perseguirán, presionarán, rebajarán, pisarán, ultrajarán y te arrinconarán en el borde de precipicios carecientes de manos amigas. Se convertirán en bestias ebrias de excitación, violentados por la masa descontrolada. Sin poder dar marcha atrás a sus instintos más primitivos, sin escrúpulos, te acorralarán hasta el abismo de un fondo de enajenación. Cuando su fiebre y agitación te hayan abatido, empujarán tus despojos por el acantilado. La caída nunca terminará, siempre te la ceden los continuos acontecimientos de un pueblo suicida que necesita víctimas y para ello, te proporcionan generosamente los ingredientes: angustia, depresión, una bala y un adiós sensacionalista en la prensa de la mañana siguiente.
Andy López no disimuló una mueca de desprecio.
¿Porque no se va a dormirla?, Sargento Martini…
Eh, eh, eh, chico, vas demasiado rápido. Doble insulto a la autoridad, ¿sabes que podría detenerte ahora mismo si quisiera?
No estaba muy convencido, pero seguro que era más sensato cambiar el hilo de la conversación y seguirle la corriente.
Disculpe si le he ofendido, no pretendía… no era mi propósito casi le imploró, sin el casi . Estoy agotado, no sé bien lo que me digo, de verdad que lo siento… Necesitaría descansar… por favor Sargento, vengo de comisaría, ya he contado todo lo que sé…
Los oídos le silbaban. Verificó el asco que sentía por aquel hombrecillo y le abofeteó su aliento acarajillado.
Lo sé, lo sé, muchacho, me lo han notificado… además tienes suerte de que los vecinos corroboran tu relato, joder, si no fuera así, tendrías problemas serios. Ya me entiendes…, sospechoso en primer grado, ficha abierta, investigación y por supuesto unos días entre rejas, abogado de oficio, vigilancia y una serie de interrogaciones… sí chico, es molesto, pero es así, siempre la misma rutina. Claro, así son las cosas, es un caso grave, jo… has tenido suerte de que ha ocurrido de puertas afuera y se escucharan los golpes y gritos en la escalera… se acarició el mentón con ademán pensativo . Así es fácil demostrar la inocencia, claro… pero aún así es un agobio, sí… tantas explicaciones y lo que conlleva.
Le guiñó el ojo derecho, sin que entendiera… daba igual.
El Sargento cambió el tono de voz, creyéndose Marlon Brando en El Padrino de Coppola. Desde luego, nada que ver.
En fin, pasaré por alto tus impertinencias por esta vez. En lo sucesivo tendrás que mostrar un respeto o te caerá un buen puro, ¿has entendido? Andy asintió con un gesto de cabeza, mirando al suelo, aburrido, dando patadas a una lata de foie gras vacía.
El Sargento le tendió la mano. Vaya, que amabilidad, no se lo esperaba, tanto protocolo en una persona tan falta de diplomacia. Titubeó, pero al fin cedió la condición humana a continuar su actuación de falsa amistad. Más tarde tendría tiempo de arrepentirse. Todo pasó muy rápido, sin darle un intermedio para reaccionar. Andy alargó la mano confiado, esperando un sudoroso apretón y el Sargento Martínez la sujetó con fuerza, le estrechó cordialmente y después la agarró con extraña tenacidad, como poseído, los ojos enrojecidos por “l’esperit de vi”. Andy creyó que le iba a esposar, ¿dónde estaban las manillas de hierro?
El Sargento, salido de sus casillas, aplastó su asqueroso cigarro en la palma de la mano, apagándolo con brutalidad, con la rabia de la bestia. Miraba amenazante a los lados.
Recuerda, a esto me refería con lo de un buen puro…
La serpiente le había mordido, dejándole el veneno dentro.
Contuvo un grito de estupefacción, uauuu, le ardieron hasta los huesos.
El muy hijoputa abusaba de su cargo, ¡qué cabronazo!
Se quedó allí, de pie, maldiciendo. Mirando como el hundido cerebro del Sargento de hierro se alejaba, contorsionando su hundido y gordo trasero, desnivelando el asiento del coche patrulla al que había subido. En procesión se largaron, chirriando y destrozando el asfalto a modo de despedida con el ritmo de Chavela Vargas y su “Cruz de Olvido”.
La calle prosiguió con su ajetreo acostumbrado.
Entró muy indignado y dolorido al piso del que poco antes escapaba horrorizado. Regresaba al punto de origen, al epicentro del terremoto que sacudió el edificio a ocho grados en la escala Richter.
Cómo se pasa, me cago en sus muertos. Pensaba con la extremidad bajo el chorro de agua del grifo. El tío iba más ciego que un murciélago, ¡qué mamón!
Jazz vino a recibirle, parecía triste, no era de extrañar con tanto revuelo. Frotaba la cabeza contra la mano buena de su amo, para que le acariciara. No le gustaban nada los ojos melancólicos de Andy, ¿cómo podía ayudar, a quién había que asustar? De momento se tumbó a sus pies y cerró los párpados. No dejaría que nadie le hiciera daño. Andy ensortijaba con los dedos el pelaje de su perro que le miraba con súplica. Unas palmadas en el lomo y unas palabras de agradecimiento por estar a su lado.
En el interior del piso, los recuerdos y pensamientos le estaban volviendo loco. Trató de serenarse, quizá si leyese un poco se distraería. Buscó en la estantería un libro para iniciar su lectura, pero los principios suelen ser más espesos y como ninguno le satisfacía, ojeó de los ya leídos, incluso de los releídos… Imposible, las letras escapaban de las hojas, quedándose en blanco… Abandonó la idea de la literatura… Bueno, no del todo… Cogió cuaderno y pluma y escribió breve:
“Llego a casa y hago punta al lapicero de imaginación,
pero… ¡lamentable!, inspiración se ha marchado.
Sentado frente a hoja blanca con dedos temblorosos,
incapaz mano de ver corazón,
la simple mirada no hace el verso.
Lloran ojos de emoción.
Esa lágrima que recorre la mejilla a su antojo
y humedece el papel, crea lo más hermoso que he escrito.
Sincera y tierna tinta, eres huella profunda…”
Cesó, pues el llanto era cierto y mortífero. Cerró con llave el escritorio. Repasó los títulos y nombres de autor que destacaban en los lomos de los volúmenes que de alguna manera habían tomado parte en su vida, en su formación, en influencias, mensajes y aprendizaje. Le cegó la vista nublada y desistió de su contemplación. Paró el reloj biológico y apagó la luz de la pequeña biblioteca, trastero mágico decorado por el polvo de estrellitas purpúreas. Una varita había ordenado cada momento del tiempo, postergándolo a la quieta y tenue paz del valor sentimental, que perduraría mientras la memoria no desanclara de su bahía neuronal. En este lugar sagrado, compartían con desenfado y resignados, objetos de arte traídos de algún viaje o regalos vacacionales de amigos. En las paredes suspendían de un clavo, palomas chilenas, amuletos incas, las dos caretas de la comedia y la tragedia griega, un típico pueblo canario con sus gentes de yeso, escarabajos inmortales egipcios, bongos de Marrakech, su guitarra española y no más. Eso sí, aparte de los libros, los estantes se hallaban repletos de discos de vinilo, de compactos y cintas de cassette. En el refugio venerado, almacén de gruesos tomos de colecciones de fotografía creativa, pintura y dibujo, la historia ilustrada del cine, el diccionario enciclopédico. Acaso fraternalmente unidos por el entorno y la convivencia en común se apiñaban en sitios estratégicos, para dejar el suficiente movimiento a posibles preludios de inspiraciones antropófagas de la mente de Andy. Tanto rollo para decir que junto a lo ya citado, se encontraban escondidos, si cabe, los enseres domésticos como una estufa, un ventilador, una escalera que hacía a la vez de zapatero, colocados los zapatos en sus peldaños, una plancha de vapor con su tabla, una caja de herramientas, una vieja bicicleta… su primera bici… ¡jo!, de aquello hacía ya mucho… unos abrigos y varios sombreros colgaban de un perchero clavado en la puerta.
No estaba tranquilo, no era miedo, no ahora, pero sentía una desazón, una inquietud que olía a muerto… Chiiiist ni se te ocurra pronunciar esa palabra. En lo sucesivo, cuando las aguas retomaran su cauce, tendría que olvidar, o tratar de aceptar aquella jodida madrugada empapada de alcohol y de sangre.
Pedía algo tan sencillo como cerrar los ojos y despertar lejos en otro lugar, dejar de atormentarse, aunque resultase del todo improbable. Se conformaba con el descanso y reposo físico y cargar las pilas de energía en el mecanismo del trastorno psíquico en el que había originado efectos potenciadores. Se recomienda precaución y consultar a su médico.
Estaba hecho polvo estirado en la cama, viendo pasar despacio las luces del día por la cortina de la ventana. Cambiando las tenues sombras por etapas y espacios inexorables. No lograba conciliar el sueño mítico y primitivo de la longevidad onírica.
¿Se hallaba estropeado o es que no pasaban las horas en el cuadrante solar…?
La mente viajaba veloz, manteniéndose despierta en dura batalla con el cuerpo que permanecía inerte y se rendía, perdiendo la lucha.
Cuántas pequeñeces, cuántos detalles, miedos de colores intermitentes, paseaban cual notas musicales dibujadas en los bocadillos de las viñetas de un comic, por una introvertida psique. Sentíase hermano de paranoias de Woody Allen. Los nervios tensaban las cuerdas del presente estado anímico. Descargas de pánico y ansiedad. La respiración entrecortada, contracciones en el estómago, temblores de frío anfetamínico, angustia, hiperestesia. Corrió en zigzag y se sentó en un ahogado espíritu de incertidumbre.
Sin aclaraciones, un personaje enigmático asomaba entre las rejas de su celda. Cautivo de las circunstancias que ajenas habíanse acercado a su puerta, una puerta que permanecería para él, siempre abierta en la herida del recuerdo de todas sus vidas venideras.
Recordaba las últimas palabras del Sargento pirómano.
En el fondo me caes simpático, eres un buen chico. ¿Se habría estudiado el ciclo de Bogart al completo? Voy a dejar que descanses. Creo que no hace falta advertirte que no debes salir de la ciudad… podría necesitarte, pura formalidad, ya sabes, cualquier indicio por insignificante que parezca puede aportar pruebas y ayudar a facilitar la tarea y resolver el caso sin más demora.
El Sargento Martínez tenía una idea muy equivocada de sí mismo. Pasaba el tiempo sentado en el sofá de su casa viendo culebrones y en los bares alternando con la bebida y las prostitutas. Se creía un tipo duro, insobornable. Nada más lejos, en realidad carecía de personalidad, tenía un pasado oscuro que no vale la pena contar. Vendería a su madre si no lo hizo , por media botella de ginebra, quizá por una simple copa del primer licor que su nariz golpeada olfateara.
Que lastima que la seguridad de mucha gente dependiera de una grotesca calcomanía de bufón comediante, incapaz de atravesar lo que separa la pantalla visual del serial auténtico que se encuentra al otro lado y sobre todo en situación de sobriedad como cabría esperar de un defensor público, al que la gente, sin conocerle, confiaban sus temores, confesando, creyéndose protegidos de un miedo que esa mano titilante y dudosa no mitigaría, porque el Sargento estaba enfermo y era él quien necesitaba apoyo facultativo.
No se entendía porqué razón no lo retiraban del servicio, de las calles. Podían asignarle tareas de menos envergadura como el trabajo de oficina. Imaginó a la señorita Rubens acosada sin miramientos por el fantasma degradado a la estancia sedentaria, haciéndole todo tipo de proposiciones deshonestas, bajo amenaza de precariedad en el puesto de empleo.
Al cabo de un buen rato, tras una lluvia de “oraciones”, por fin la luz se fue apaciguando, una suave somnolencia apareció en el ambiente, disipando los monstruos que aun latentes flotaban. Y logró dormir… dormir… Durmió cien sueños desgarrados, aunque no recordara ninguno.
Con pereza y algo forzado, despegó las legañas de los ojos cosidos, que se negaban a la evidencia de relevantes contratiempos y enfrentamientos. Lo primero que vio fue el radio reloj despertador cuyos dígitos ultravioleta anunciaban las diez. La alarma había saltado y sonaba música, una canción rock country que conocía muy bien, de los Creedence. Siempre frescos… ¡de agradecer!
Lentamente repasó el entorno, recorrió con la mirada el gran armario empotrado a la pared, trepó hasta el techo admirando las vigas de madera noble de embero, descendió la vista a las baldosas que deslumbraban por efecto de un rayo de luz solar que penetraba desde el ventanal. Las paredes de estucados grumos relucientes, todo decorado combinando lo más rústico con un estilo más modernista y detallista. Bravo por el maestro diseñador “Anticuario Vanguardismo”.
Sin embargo como valor añadido, comenzó a arderle la razón cuando se giró y descubrió a su lado a una mujer tumbada. ¡Dios, esta no era su habitación!, y que hacía él allí, yaciendo con una chica desconocida y semidesnuda. Paró de un golpe el reloj de agua. Que alguien me dé una explicación.
La mujer se sentó estirando los brazos, desperezándose. ¡Era la señorita Rubens! De nuevo estiró los brazos, bostezando. Levantándosele con el movimiento el minúsculo camisón, dejando ver su tupido sexo. Ella se giró hacia él con risa pícara y pensamiento pecaminoso…
Aaaah, ya son las diez. Buenos días cariño mío, aaaahh, cómo me gustaría quedarme aquí contigo, pero… tengo que ir a trabajar. La hembra apretó su enorme cuerpo bien estructurado contra el de él, que también se encontraba desnudo. Se dejó abrazar sin resistencia y sin entender nada, sólo que la excitación crecía y la muchacha recorría cada rincón de su piel caliente hasta profundizar en su propia alma, buscando… con la lengua poseída le empezó a succionar el pene erecto.
Cómo me gusta, cariño. Quiero que me penetres con esto tan… duro.
Él, obediente, no se quedó quieto, mientras ella gemía y desbordaba sus carnes, empezó a acariciarle los pechos, a lamerle los muslos, los redondos glúteos, goloso y glotón sus manos trataban de multiplicarse. Se fundieron en el abrazo nervioso de la energía descontrolada del deseo correspondido, salvaje, la pasión liberada, los dedos juguetearon en su vagina, con el clítoris, introduciéndolos, notando el flujo húmedo y un fuerte olor indescriptible.
Cómemelo, querido… uuuuaauuu, así, aaahh, sí, sí, así, muy bien, qué gusto. Separaba las piernas y aplastaba la cabeza de él entre ellas, dejándole sin aliento, incitándole a seguir. Ella no paraba de hablar, de ronronear, de pedir más y más. Aquella mujer jamás quedaría satisfecha. Él callaba y acariciaba, estrujaba. Cabalgaron frenéticamente cambiando de posturas. Ya no aguantaba más, le venía, le venía… fue cuando le llamó por su supuesto nombre que paró en seco, flojeando el duelo, se levantó de golpe, corriéndose en la cara de ella.
¿Edgar, has dicho Edgar…?
Claro mi amor… esto es nuevo… me gusta, dijo untando el semen en el dedo y metiéndolo en la boca, provocativa se relamía.
¿Qué te pasa?, te noto extraño…, me has hecho gozar. ¡Uuuu! qué tarde se ha hecho. Se asustó cuando miró el reloj de péndulo. Tengo que irme, querido.
Ha sido genial, luego repetimos, ¿vale?
Hizo correr el agua del bidé, jugando con los grifos, hasta que el chorro salió a su gusto, colocándose a horcajadas, se lavó tarareando una canción famosa de Mama’s and the Papa’s.
Se puso ropa interior llamativa, las medias que rozaban sus muslos, camisa con generoso escote, falda corta, una cazadora tejana y zapatos de tacón. Al andar por el cuarto, se imaginó a Marilyn, la mujer que mejor movía las caderas al caminar sobre zapatos de aguja. La Rubens estaba francamente estimulante, le gustaba, era una chica estupenda que le excitaba su mera presencia, induciéndole a observarla traspasando la barrera del pudor, lindando con el voyeurismo. No la encontraba obesa como al principio, más bien era grande, voluminosa, alta y voluptuosa.
Bueno… ya me marcho. A las cinco estaré de vuelta. Hasta lueguito…
Le propinó un beso de tornillo y le volvió a magrear el miembro que despertó al ser saludado.
La despidió y cerró la puerta. Le sobrevino un mareo, el piso cedió, un movimiento raro se cernió en el pensamiento. Necesitó sentarse en el sofá de muelles chirriantes. Definitivamente se estaba volviendo loco. Puso en pie su imaginación. A ver, centrémonos, pensó. Ventana con cristal roto, vale. Sillón que se salen los muelles, vale… Jazz tumbado en el comedor… la puerta, restos de sangre… ¡De acuerdo!, estaba en casa.
¿El dormir no había sido suficientemente reparador? ¿Había hecho el amor, o mejor dicho, el sexo con la tal Rubens?, era una alucinación tras otra. ¿Se estaba convirtiendo en un snob del sonambulismo? No lo sabía, pero notaba que algo se transformaba en su interior, recibía estímulos, se sentía con fuerzas, no temía donde le llevara la desembocadura de este río escatológico. En su faceta bipolar se encontraba en un surtidor emergente de euforia, ¡ánimo, tío, se dijo. Se terminó el lloriquear. Le dominaba un estado de poder que iba aumentando paulatinamente.
Andy López haría frente a todo lo que había y a lo que estuviera por venir en el camino… y si no, siempre le quedaba el atajo del destierro a un remoto subsuelo nativo y comenzar desde cero con la desconocida tierra rural. Aprendería a cultivar almas sin esclavos, ni lamentos de queja en los campos sureños, emprendiendo distancias de pasos descalzos. Suspirando… respirando… escuchando los tambores bajo la piel del cielo. Lucharía con los virus, hongos y bacterias que amenazan cosechas siendo portadores de plagas como las de ‘el escarabajo de la patata’, ‘el alacrán cebollero’ y ‘la mariposa de la muerte’. Infinidad de ácaros siempre al acecho. Si era necesario habría que combatir fumigando para desinfectar.
…un muelle que salta, una rosca que se pierde o algún misterio que se encasquilla y paraliza…
Y si Sam no la vuelve a tocar, siempre nos quedará París y el comienzo de una gran amistad.
Miró su imagen en el espejo, hurgó en su nariz y se rascó el picor de los testículos. Guiñó el ojo izquierdo y levantó el pulgar derecho con una mueca egocéntrica de satisfacción… quizá más anexa al andén aprobatorio del reflejo anamórfico. Sudaba y olía a sexo, desodorante excesivamente condecorado con el medallón de embriaguez, emblema de honor de macho…
Aromas de pieles de nar