Puta, puta, tu madre es una puta…
Los niños blandían esa palabra, inocentemente, sin conocer su significado. Era una de tantas palabras “prohibidas” que sólo podían decir los mayores. El sólo hecho de pronunciarla les podía costar una colleja, la frase de “niño, eso no se dice” y en el peor de los casos un castigo ejemplar. Andy tenía ocho años la primera vez que la escuchó, tampoco sabía muy bien qué quería expresar, aunque claro está se auguraba un insulto…
Iba al horno a comprar pan y las orugas subían en hilera, con un fuerte olor a cebada, por las paredes amarillas de la fábrica de cerveza. Desde entonces la cebada siempre iría unida a las orugas, a aquellas mañanas que bajaba a por el pan y asociado a la fábrica de cerveza y viceversa. Muchas veces bebiendo uno de aquellos botellines le venían las imágenes del crujir de pan tierno y las calles de poco tránsito, por esos días que circulaban despacio los tranvías, las bicicletas y ciclomotores con sidecar.
En la Avenida Cosmopolitana habían carpas de feria. Andy se quedó pasmado allí de pie, viendo una representación surrealista, escuchó que murmuraban a su alrededor. También dijeron que estaba prohibida, él no tenía ni idea de qué quería decir surrealista y le llamó la atención lo de prohibida: ¿conocería por fin lo que era una puta?
Los actores comunicaban con gestos y ademanes corporales su visión alucinada de la obra “Un perro andaluz” de Buñuel, con guión de Dalí. Un poema de imposible traducción y comprensión que al pequeño Andy impactó.
Con una cuchilla de afeitar, el mimo cortaba el globo ocular gelatinoso de una muñeca tamaño natural. En una de sus blancas manos tenía pintado un ojo que lloraba hormigas. En el fondo del teatrillo, entre bambalinas, dormían burros sobre pianos y estirando los pliegues de una sábana en forma de pantalla cinematográfica, proyectaban sombras chinescas. De súbito, un silbido en clave, anunció que llegaba la policía. Rápidamente el decorado del escenario se transformó en un infantil palco donde unos títeres discrepaban simpáticamente dándose porrazos en la cabeza. El público entregado, reía las pantomimas de burla dedicadas a las autoridades y no a los vapuleos de los monigotes, como entendían los guardia civiles que reían también. Así, todos disfrutaban de las mismas risas.
Un hombre hacía fotos desde una caja de fuelle, que era la cámara oscura apoyada en un trípode y enfrente un caballo de cartón, cansado de posar con traviesos niños que subían a sus lomos y altivos, serios y rectos adultos que desconfiaban del objetivo que todo lo veía. ¿Sería verdad que robaba el alma? Atentos, miren el pajarito… clic.
Una familia de gitanillos, acompañados por un organillo y un acordeón, cantaban y bailaban raíces flamencas. Una cabra subida a un taburete, posaba altanera, soñando en picos rocosos. Un chimpancé vestido con chaleco, frac y sombrero de copa, aguantaba un aro por cuyo interior saltaba una perrita caniche de blanco pelaje. El mono, al término de la función, pasaba un gorro sin color, de lo viejo y las lluvias caídas. ¡Oye!, pues el monito con la gracia y el gorrito, recaudando aplausos recogía su dinerito.
Aquella mañana soleada de finales de marzo, la avenida lucía de gala, alborotada de colores vivos, manzanas con gusanos de caramelo, farolillos verbeneros de papel celofán, nubes de algodón de azúcar. Llamativas sombras cubiertas de confeti y tristezas rociadas por un pacto silencioso que gritaban la necesidad del festejo, predicando diversión y alegría, jolgorio entre la concurrencia y el tumulto. “Todo va de la mejor manera en el peor de los mundos posibles”, Baudelaire. La música y las danzas tradicionales giraban decoradas al son de las palmadas de peluche, ganados en el tiro con unas escopetas que nunca apuntaban recto y tras descubrir el truco del desequilibrio, ya podían caer palillos y puros hasta lograr el regalo, bagatela insignificante, pero ofrecido como tributo entre comicidad y sencillez. Con el orgullo de llevar el acuse de recibo del trofeo mayor de un safari africano. Hijos dignos, portadores de la envidia de los demás. El circo de variedades llegaba cada año a Cosmopolitano por las mismas fechas y permanecía alrededor de una semana de continuo carrusel.
Sammy, el hijo del trapecista y de la mujer más fea del mundo, le decía a su amigo Andy, una bucólica tarde de despedida:
Andy, eres un buen amigo, payo… pero amigo.
Mira el calé este, sonrió , que más da el color de nuestras pieles, que más da la diferencia de culturas y de hábitos, si los elementos de la Naturaleza son igual para ambos. Nuestros sentidos más primitivos son los mismos… y podemos intercambiar conocimientos que tendría que ser motivo de unión y no de desacuerdo y discriminación… merecemos el mismo trato…
Cierto, aunque quizá cambiemos cuando crezcamos, los adultos se mueven más por intereses… Bueno… ya está todo el campamento recogido, nos veremos el año próximo. Recuerda lo que te conté ayer y cuídate, que estás muy flaco.
Es demasiado hermoso, ¿cómo podría olvidarlo? Cuando los cielos estén rojos bueno… sonrosados, da igual si es la Aurora o el Alba que le precede, el Ocaso, un sueño, un efecto óptico, una superposición de colores creados por temporales de luz; cuando el cielo se encienda y enrojezca, ya sea por celos o por vergüenza, yo veré acercándose entre las nubes, una caravana que llega para hacer reír a seres desgraciados y olvidados de la mano de Dios. Será el cielo de los gitanos y pensaré en ti, amigo calé.
Se dieron las manos, pero les supo a poco y abrazaron sus cuerpos sintiendo la fuerza de la amistad en medio del clamor del desalojo, del lánguido desierto desocupado de llenos. Las carpas habían sido arrancadas de cuajo, la Avenida se quedaba yerma y sin espectáculo.
Las familias guardaban las penas dentro de los carromatos. Todo listo, empezaron a desfilar camino del Sur. Eran nómadas buscando el calor del clima y del alma anónima.
Andy, a punto de cumplir los nueve años, saludaba con escondida tristeza, agitando la mano a sus amigos exhibicionistas. A Sammy y a sus padres, a los del mono, la cabra y la perrita caniche, a los del tiovivo, a los de los autos de choque, al escapista y al mago, al domador de pulgas y leones, a las bailarinas, al fotógrafo ladrón de almas y a una larga y profunda estela que se perdía en el camino, entonces de arena, desapareciendo con el polvo que las grandes ruedas de madera levantaban, como despidiéndose en agradecimiento con un último juego de mágica ilusión. Tan sólo quedaba esa sensación de nada después de todo. Restos de recuerdos en las papeleras abarrotadas de residuos de mordidas manzanas de caramelo, de nubes de algodón de azúcar, de farolillos descolgados, de billetes de la tómbola, papeletas que por un lado marcaba un número y por el otro, escrito a mano: Una peseta en la rifa de… y puntos suspensivos.