Entró muy indignado y dolorido al piso del que poco antes escapaba horrorizado. Regresaba al punto de origen, al epicentro del terremoto que sacudió el edificio a ocho grados en la escala Richter.
Cómo se pasa, me cago en sus muertos. Pensaba con la extremidad bajo el chorro de agua del grifo. El tío iba más ciego que un murciélago, ¡qué mamón!
Jazz vino a recibirle, parecía triste, no era de extrañar con tanto revuelo. Frotaba la cabeza contra la mano buena de su amo, para que le acariciara. No le gustaban nada los ojos melancólicos de Andy, ¿cómo podía ayudar, a quién había que asustar? De momento se tumbó a sus pies y cerró los párpados. No dejaría que nadie le hiciera daño. Andy ensortijaba con los dedos el pelaje de su perro que le miraba con súplica. Unas palmadas en el lomo y unas palabras de agradecimiento por estar a su lado.
En el interior del piso, los recuerdos y pensamientos le estaban volviendo loco. Trató de serenarse, quizá si leyese un poco se distraería. Buscó en la estantería un libro para iniciar su lectura, pero los principios suelen ser más espesos y como ninguno le satisfacía, ojeó de los ya leídos, incluso de los releídos… Imposible, las letras escapaban de las hojas, quedándose en blanco… Abandonó la idea de la literatura… Bueno, no del todo… Cogió cuaderno y pluma y escribió breve:
“Llego a casa y hago punta al lapicero de imaginación,
pero… ¡lamentable!, inspiración se ha marchado.
Sentado frente a hoja blanca con dedos temblorosos,
incapaz mano de ver corazón,
la simple mirada no hace el verso.
Lloran ojos de emoción.
Esa lágrima que recorre la mejilla a su antojo
y humedece el papel, crea lo más hermoso que he escrito.
Sincera y tierna tinta, eres huella profunda…”
Cesó, pues el llanto era cierto y mortífero. Cerró con llave el escritorio. Repasó los títulos y nombres de autor que destacaban en los lomos de los volúmenes que de alguna manera habían tomado parte en su vida, en su formación, en influencias, mensajes y aprendizaje. Le cegó la vista nublada y desistió de su contemplación. Paró el reloj biológico y apagó la luz de la pequeña biblioteca, trastero mágico decorado por el polvo de estrellitas purpúreas. Una varita había ordenado cada momento del tiempo, postergándolo a la quieta y tenue paz del valor sentimental, que perduraría mientras la memoria no desanclara de su bahía neuronal. En este lugar sagrado, compartían con desenfado y resignados, objetos de arte traídos de algún viaje o regalos vacacionales de amigos. En las paredes suspendían de un clavo, palomas chilenas, amuletos incas, las dos caretas de la comedia y la tragedia griega, un típico pueblo canario con sus gentes de yeso, escarabajos inmortales egipcios, bongos de Marrakech, su guitarra española y no más. Eso sí, aparte de los libros, los estantes se hallaban repletos de discos de vinilo, de compactos y cintas de cassette. En el refugio venerado, almacén de gruesos tomos de colecciones de fotografía creativa, pintura y dibujo, la historia ilustrada del cine, el diccionario enciclopédico. Acaso fraternalmente unidos por el entorno y la convivencia en común se apiñaban en sitios estratégicos, para dejar el suficiente movimiento a posibles preludios de inspiraciones antropófagas de la mente de Andy. Tanto rollo para decir que junto a lo ya citado, se encontraban escondidos, si cabe, los enseres domésticos como una estufa, un ventilador, una escalera que hacía a la vez de zapatero, colocados los zapatos en sus peldaños, una plancha de vapor con su tabla, una caja de herramientas, una vieja bicicleta… su primera bici… ¡jo!, de aquello hacía ya mucho… unos abrigos y varios sombreros colgaban de un perchero clavado en la puerta.
No estaba tranquilo, no era miedo, no ahora, pero sentía una desazón, una inquietud que olía a muerto… Chiiiist ni se te ocurra pronunciar esa palabra. En lo sucesivo, cuando las aguas retomaran su cauce, tendría que olvidar, o tratar de aceptar aquella jodida madrugada empapada de alcohol y de sangre.
Pedía algo tan sencillo como cerrar los ojos y despertar lejos en otro lugar, dejar de atormentarse, aunque resultase del todo improbable. Se conformaba con el descanso y reposo físico y cargar las pilas de energía en el mecanismo del trastorno psíquico en el que había originado efectos potenciadores. Se recomienda precaución y consultar a su médico.
Estaba hecho polvo estirado en la cama, viendo pasar despacio las luces del día por la cortina de la ventana. Cambiando las tenues sombras por etapas y espacios inexorables. No lograba conciliar el sueño mítico y primitivo de la longevidad onírica.
¿Se hallaba estropeado o es que no pasaban las horas en el cuadrante solar…?
La mente viajaba veloz, manteniéndose despierta en dura batalla con el cuerpo que permanecía inerte y se rendía, perdiendo la lucha.
Cuántas pequeñeces, cuántos detalles, miedos de colores intermitentes, paseaban cual notas musicales dibujadas en los bocadillos de las viñetas de un comic, por una introvertida psique. Sentíase hermano de paranoias de Woody Allen. Los nervios tensaban las cuerdas del presente estado anímico. Descargas de pánico y ansiedad. La respiración entrecortada, contracciones en el estómago, temblores de frío anfetamínico, angustia, hiperestesia. Corrió en zigzag y se sentó en un ahogado espíritu de incertidumbre.
Sin aclaraciones, un personaje enigmático asomaba entre las rejas de su celda. Cautivo de las circunstancias que ajenas habíanse acercado a su puerta, una puerta que permanecería para él, siempre abierta en la herida del recuerdo de todas sus vidas venideras.
Recordaba las últimas palabras del Sargento pirómano.
En el fondo me caes simpático, eres un buen chico. ¿Se habría estudiado el ciclo de Bogart al completo? Voy a dejar que descanses. Creo que no hace falta advertirte que no debes salir de la ciudad… podría necesitarte, pura formalidad, ya sabes, cualquier indicio por insignificante que parezca puede aportar pruebas y ayudar a facilitar la tarea y resolver el caso sin más demora.
El Sargento Martínez tenía una idea muy equivocada de sí mismo. Pasaba el tiempo sentado en el sofá de su casa viendo culebrones y en los bares alternando con la bebida y las prostitutas. Se creía un tipo duro, insobornable. Nada más lejos, en realidad carecía de personalidad, tenía un pasado oscuro que no vale la pena contar. Vendería a su madre si no lo hizo , por media botella de ginebra, quizá por una simple copa del primer licor que su nariz golpeada olfateara.
Que lastima que la seguridad de mucha gente dependiera de una grotesca calcomanía de bufón comediante, incapaz de atravesar lo que separa la pantalla visual del serial auténtico que se encuentra al otro lado y sobre todo en situación de sobriedad como cabría esperar de un defensor público, al que la gente, sin conocerle, confiaban sus temores, confesando, creyéndose protegidos de un miedo que esa mano titilante y dudosa no mitigaría, porque el Sargento estaba enfermo y era él quien necesitaba apoyo facultativo.
No se entendía porqué razón no lo retiraban del servicio, de las calles. Podían asignarle tareas de menos envergadura como el trabajo de oficina. Imaginó a la señorita Rubens acosada sin miramientos por el fantasma degradado a la estancia sedentaria, haciéndole todo tipo de proposiciones deshonestas, bajo amenaza de precariedad en el puesto de empleo.
Al cabo de un buen rato, tras una lluvia de “oraciones”, por fin la luz se fue apaciguando, una suave somnolencia apareció en el ambiente, disipando los monstruos que aun latentes flotaban. Y logró dormir… dormir… Durmió cien sueños desgarrados, aunque no recordara ninguno.
Con pereza y algo forzado, despegó las legañas de los ojos cosidos, que se negaban a la evidencia de relevantes contratiempos y enfrentamientos. Lo primero que vio fue el radio reloj despertador cuyos dígitos ultravioleta anunciaban las diez. La alarma había saltado y sonaba música, una canción rock country que conocía muy bien, de los Creedence. Siempre frescos… ¡de agradecer!
Lentamente repasó el entorno, recorrió con la mirada el gran armario empotrado a la pared, trepó hasta el techo admirando las vigas de madera noble de embero, descendió la vista a las baldosas que deslumbraban por efecto de un rayo de luz solar que penetraba desde el ventanal. Las paredes de estucados grumos relucientes, todo decorado combinando lo más rústico con un estilo más modernista y detallista. Bravo por el maestro diseñador “Anticuario Vanguardismo”.
Sin embargo como valor añadido, comenzó a arderle la razón cuando se giró y descubrió a su lado a una mujer tumbada. ¡Dios, esta no era su habitación!, y que hacía él allí, yaciendo con una chica desconocida y semidesnuda. Paró de un golpe el reloj de agua. Que alguien me dé una explicación.