Cuando nos confrontamos ante la página en blanco con el afán de dejar impreso en ella toda la amalgama de sentires que se agolpan, repentinamente, en nuestro interior… lo imposible se convierte en cierto en cuestión de segundos; esos segundos en que, intrépidos como el viento, desafiamos a la escalofriante parálisis de nuestros dedos y comenzamos a pronosticar la vida sin tener en cuenta intenciones premeditadas. Y soltamos todo lo verosímil y lo inverosímil que sirge de nuestras neuronas hasta que la piel se nos eriza y comprobamos el inmenso poder enigmático que posee la sensibilidad.
En cuestión de segundos, lanzados hacia el abismo de lo imprevisto, nuestra amorosa osadía de plasmar en el papel una comunicación interpersonal con las musas nos convierte en poetas, filósofos, pensadores, forajidos de las letras que enardecen más allá de los escrúpulos del cientifismo y somos como Julio Verne, como Ray Bradbury, como Stephen King, como Isaac Asimov o como Agatha Christie, pero es estado más neto, más ingenuo si se quiere, pero más puro porque nuestras ficciones no se aferran en el esquematismo de la creación academicista, sino que nos hacemos simulaciones virtuosas de nuestras propias ideas, una especie de ilógicos sentimentales con apetencias de escape hacia un futuro de coordenadas espacio-temporales donde ubicamos la inocencia de nuestras inquietudes con la velocidad léxica de quienes se mueven con las alas de lo intenso. En cuestión de segundos nos asumimos como seres normales y simplemente dejamos que la mano deje de ser un axioma para convertirse en metáfora de la concreción literaria. Esta casualidad nadie debe coartarla, nadie tiene por qué imponer principios deterministas al sentimiento y nadie puede limitarnos a unos conocimientos exhaustivos de la gramática o la retórica.
En esos segundos en que llenamos la hoja blanca con nuestros propios sentimientos, somos seres libres, bohemios de la escritura, forajidos de la cotidianeidad que rechazamos la quietud para adentrarnos en el inmenso deambular del tictac de nuestras emociones. Nadie tiene por qúé obligarnos a expresar finalidades sistematizadas sino que nosotros, los libres escritores de la página en blanco, somos fantasías informales que se encuentran en el camino para intercambiar afectos que llegan a descarrilarnos por completo. Eso es. Eso debemos ser. Esa debe ser la verdadera escritura. Un completo descarrilameinto que en cuestión de segundos nos convierta en protagonistas de nuestro propio espacio ficticio, el de la argumentación que se basa en el amor a lo humano porque nuestros sentimientos se vuelcan en la hoja blanca hasta convertirla en persona con la que dialogamos como lo hacemos con un amigo de carne y hueso.
en cuestión de segundos abrimos la brecha de nuestro propio drma y jugamos con las palabras, caminamos como funambulistas con las letras, estudiamos con los acentos, reímos y lloramos con los signos interpretativos de nuestra particular escritura y, cada uno con su propio sello personal, damos rienda suelta al camino galopante de nuestra manos… porque en el mundo de la libre escritura todas las preguntas son permisibles y construimos, con todas las respuestas, nuestro propio círculo sanguíneo para cumplir con la tarea de actuar tal como somos, fuera del análisis de los fabricantes de axioma mercantilizados que adulteran el sentimiento, para luchar por el cariño de una frase, de un cuento que se convierte en verdad, de un relato que suplanta a la materia, de una reflexión que nos introduce en las secuencias ignotas de nuestro pensamiento o de un poema que nos cura de las enfermedades del alma.
En cuestión de segundos podemos alcanzar la locura de beneficiarnos con nuestros propios derechos privados, los auténticos, los conseguidos a través de un propósito de volvernos a encontrar con el testimonio de lo último vivido en nuestra sobreviviente existencia y domamos la evolución de lo imaginable hasta convertirnos en imaginaciones trasplantadas al mundo de los hechos cotidianos.
En cuestión de segundos damos rienda suelta a nuestras múltiples variaciones humanas y teñimos de poder momentáneo a la facultad que todos tenemos para expresarnos sin ambages. Por eso, solo por eso, esos segundos en que entramos a recorrer la blanca avenida de la imaginación que quermos dejar plasmada en una hoja es lo que, en verdad, nos convierte en escritores.
La verdadera veracidad de un escritor, de una escritora, son esos breves segundos en que fuera de todo límite de la oficialidad y fuera de toda barrera de los exclusivistas, nos atrevemos a engendrar lo que estamos pensando en una hoja en blanco hasta dar a luz un texto simplemente nacido de nuestro corazón y sus amoríos con la racionalidad humana.