Es la noche. Tiempo de encrucijadas entre sueños y luces de estrellas rutilantes -fugaces dicotomías de la voluntad- en el oleaje de los sentimientos. Cada segundo es un latido y cada latido es una metáfora de vida. El soñador lucha con la soledad de esos espacios donde lo espera todo para seguir pensando. Cristalinas horas que serpentean el cerebro y producen infinitas edades de consuelo. Para sentir los recuerdos hay que enfrentarse al espejo de los reflejos lunares. Forma de encumbrarse hasta el ilimitado afán de ser algo más que una ausencia y, ausente de silencios, en el pleamar de las oleadas de los recuerdos, la voz surge desde un lugar llamado Sensación. ¿Qué siente el poeta asomado a la balconada de esas horas donde los sueños son desvelos de lejanas distancias? No. No existen las lejanas distancias. Sólo existen las lejanas ausencias.
Es la noche. Se afila el temblor de las pulsaciones cuando el poeta comienza a narrar sus canciones de sueño y en sus pupilas la luz se convierte en errante caminar entre las sombras que han venido a ser su eterna compañía. Con el alma doliente de todas las derrotas ajenas, el soñador tiene hambre de presencia. Y se va de la vida de sus realidades para acoger, entre sus ojos no dormidos, esa compañía de luz que alumbra las horas quietas -diapasones de las circunstancias- donde su alma se llena de un camino reencontrado para superar a las derrotas. Y empieza a vencer. Y empieza a convencer. Y empieza a sentir que las estrellas se llenan de palabras que él sueña y que hacen transportar una carga de sueños sembrados en el corazón de alguien. ¿Quién puede comprender que siempre hay alguien que nos llena, de verdad, el aliento de la vida?
Es la noche. Cielo azul y rincones húmedos para refugiar el llanto en las horas de ese silencio que se ha convertido en presencia. Al lado del poeta siempre hay un horizonte. Un vasto horizonte lleno de canciones encendidas por esa pequeña transición entre lo permanente y lo que se escapa hacia el vuelo de los deseos. ¿Desear estrellas? ¿Es desear estrellas una forma de caminar despertando al alma para buscar el encuentro eterno? Las horas, trémulas por el céfiro que llega desde lo lejano, desde lo que moja las sílabas en ese vaso de licor que permanece tibio, siempre tibio, siempre como vértice de un vértigo que traspasa la conciencia. Y el sueño se despierta entre los enigmas de esas palabras cruzadas con seres imaginarios que, por la vía del sentimiento, se alzan en combates imaginarios donde el poeta siempre expresa su dolor.
Es la noche. Se trunca la soledad en el tiempo indetenido y siempre inacabado. No se piensa en los recuerdos. Se recuerda solamente. Y el alma -extranjera en todos los tiempos de la vida- va más allá del abismo y, bajo el cielo azul, produce la llama que alumbra los pensamientos. El último pájaro dormido es el que anida más dentro, más hondo, más profundo. Y su canto es siempre el más verdadero. Ilusión. La libérrima expresión de las voluntades. La Ilusión nunca desvanece su presencia cuando las viajeras manos del poeta comienzan a orquestar una sinfonía de emociones. Si dudar es un razonamiento, soñar es conocer. En estas horas de ausencia del recuerdo y presencia de la memoria, conocer es mucho más que razonar. Siempre hay un silencio enamorado lleno de cantos que todo lo llenan. No hay vacío. Sólo hay distancia. Para alcanzar la otra orilla salvadora, el poeta sueña.
Es la noche. El último pájaro del sueño se introduce en el corazón y vuela. Es el pájaro de andar sintiendo que somos algo más que viajeros de la nada. No existe la nada cuando llevamos ese pájaro tan dentro que es el faro para salvar nuestro naufragio. Las horas se hacen blanca presencia que nos sacude el alma. Y, silenciosos en medio de la voz que nos alimenta, somos errrantes vagamundos que el poeta narra con la última voluntad entre las sombras. Recoger voluntades. Quizás todo esto de amar sea solamente recoger voluntades sin detenerse en las puertas de la decepción; dispersar las raíces de los sueños y volar más lejos; volar con el último pájaro despierto para poder abandonar las sombras y convertirnos en universo de los besos que se han quedado esperando. En el crepúsculo de estas horas de cristal, nuestro espejo es siempre nuestra propia alma.
Es la noche. Nuestros nombres han quedado olvidados en algún rincón de los tiempos, pero los tiempos no nos convierten en ausencia. Alguien. Siempre hay alguien que nos recuerda en algún rincón de su universo. Y entonces el poeta surje, traspasa la ventana cerrada de los olvidos, y empieza a dibujar imágenes con los acentos de todas nuestras palabras que han estado silenciadas pero que, ahora, para sernos compañía, necesitamos sentir en la profunda soledad en que nos hallamos con la vida todavía pendiente de sentir. Y experimentamos ese caudal de emociones que no nos han eliminado la voluntad de ser, la capacidad de sentir, la enorme potencia de hacer realidad lo que hemos soñado, hora tras hora, espejo tras espejo, sentido tras sentido, edades tras edades. Enorme cadena de signos cruzados con otros seres que sienten.
Es la noche. Se enreda el viento con las ramas del cerezo cuyas sombras danzan en medio del ocaso. Pero somos voluntad y somos valor. Y en medio de las hojas que elevan su grito final hacia las alturas, nosotros podemos ser brazos extendidos para alcanzar la esperanza de esa gloria que nos ha depositado el sueño en nuestro interior. Escribimos algo así como perdidos en las causas de la soledad. Pero escribimos. Es ese el sentido superior del poeta que enhebra sus cantos para convertirlos en un milagro superior; en esa transformación que cierra las heridas y nos hace recobras ilusiones en nuestro empeño, en nuestro afán, en nuestra forma de ser para no claudicar en los olvidos. Todo es tiempo para dar el asalto hacia los besos que nunca se han olvidado. Y escribimos. Y estamos presentes en medio del naufragio hasta que logramos alcanzar esa salvación infinita que hemos convertido en poema.
Es la noche. Cada acento que pronunciamos es un hallazgo -diáspora de nuestra propia existencia- de motivos para seguir girando en el mundo de nuestras ideas. Giramos, imprevistos de materia, dentro del mundo del color de nuestro significado creciente. Y crecemos. Crecemos más allá del silencio y nos hacemos camino indetenido donde las horas de cristal nos funden en un solo eco. Unidos por el rayo misterioso de la imagen del poeta, sabemos que hay más mundo, todavía mucho más mundo, por vivir. Todo lo llena el reloj de nuestra fantasía como enredadera surgiendo de las raíces de todo lo profundo. Y nos hundimos para poder volver a surgir con mayor voluntad de acierto, con mayor ansiedad de emociones, con mayor cantidad de sueños. Por cada uno de ellos hemos derramado una lágrima y, sin embargo, todos ellos nos hacen supervivientes.
Es la noche. Los profundos anhelos del poeta nos llenan de luz los ojos -farol de las fantasías- para poder seguir cruzando sílabas con el canto de las estrellas. Cuando no existíamos sólo éramos un dolor. Ahora existimos. Ahora somos canto de palabras y signos de existencia. Ahora estamos venciendo al miedo de tener que saltar las distancias. Y, en medio de la oscuridad, acompañados de algún verso del poeta, saltamos para cruzar el abismo que nos separa y alcanzamos ese encuentro con nuestro otro yo que estábamos pronunciando desde que existimos. Es nuestro propio hogar. Es nuestra única verdadera referencia humana. Es lo único que importa mientras el mundo sigue, ajeno a nuestros sueños, rodando hacia ese abismo que acabamos de superar. No sólo somos existencia. Somos ya también presencia. Y esencia al pertenecer como habitantes de nuestros deseos.
Es la noche. Los sueños nos transportan porque nos transforman. El mundo se contrae en un centro inhospitalario; mas nosotros nos alargamos hacia el horizonte y tenemos un corazón que danza a través de la música de canciones sin título o sin rima o sin palabras. Son las canciones que nos han liberado de esos espejo que nos detenían. Ahora no. Ahora nos estamos interpretando profundamente y, bajo el cielo azul, somos compañeros del viaje de ese pájaro despierto -ala de sueño habitacional- que nos guía entre las olas del viento. De todas partes nos llega el eco de las palpitaciones de nuestro corazón. Y el alma ya no nos pesa tanto porque hemos contruido un nuevo universo de sentires. Nos sentimos. Nos vivimos. Nos encotramos. La ausencia ya es, solamente, un fondo olvidado; una especie de desaparición mientras las luces de las estrellas nos recogen con el súbito brillo de lo soñado.
Es la noche. Es en estas horas de cristal en donde el insomnio nos convierte en alegorías de la existencia -párpados de luz inacabada- y somos corazón con corazón. Sin coraza. Tal vez sin razón. Pero siempre con consciencia de ser, de convivir con nuestro propio afán, de liberar nuestras búsquedas hasta quedarnos sin nada más que esa infinita sensación de que hemos superado el abismo. Y volvemos a dar el beso de la bienvenida porque los otros ya son verdaderos olvidos que no tenemos registrados en nuestra memoria; algo así como obsolescencias sin cualidad alguna. Llegar hasta aquí ha sido despertar de pronto con una sonrisa. Y somos. Y existimos. Y no tenemos más edad que las horas de cristal en donde hemos plasmado nuestro valor humano. Poblados de vida, surcamos el viaje hasta hacernos un camino de gloria sin igual.