Engordó lentamente, como si de esta forma sólo tuviera que ocuparse de caminar mas despacio. En esa gordura se escondía todo y se rflejaba todo. La tele maltrataba su imagen y la gente comenzó a a costumbrarse. Un gordo en el barrio era una necesidad perentoria. Nadie se preguntaba por su cambio de imagen. Había engordado como otros se compran una moto o van ala pizzeria a ganarse un servilletero. Pero él renunciaba a una vida, dejaba a un lado su solemnidad de delgaducho que juega al billar y ahora, era el dueño de una tienda de chicherias, de venenos mágicos que convierten a las princesas en hadas que jamás tienen alas. No cabía en la tienda, porque tuvo que alquilar un local pequeñito. Comía de todo cuando le daba la gana, como persiguiendo un final trágico con sabor a fresa. Un día no pudieron entrar a comprar nada. Era tan gordo que ocupaba la tienda entera. Formaba parte de una paleta de colores, de dulces golosinas con sabor a soledad. Aquello supuso todo un revuelo. La tele llegó con una presentadora delgadita que casi se confundía con el cable. El evento merecía la pena, porque no era ejemplar que un gordo terminara por ocupar la tienda de chucuerias.