Atardecía y la luz se disolvía despacio dejando un rastro de sombras batientes por el aire que se alzaba. El Monasterio de piedra, ofrecía un reflejo de oscuros lamentos, como venido de algún lejano tiempo, como venido ahora. Una forma espectral, se levantaba del suelo, porque se imaginaba el suelo o las tinieblas. El ligero humo de las nubes húmedas, cuajaban la piel. Parecía que aquel lugar, más que estudiantes lo habitaran fantasmas. Cuatro niños ajenos a estas sensaciones, se escondían entre los árboles y hablaban deprisa, tenían mucho que contar. Se sentían eufóricos.
Miquel ya no estaba solo, sus amigos le habían cambiado el ánimo, aunque en sus ojos profundos se hubieran marcado la pena y el desafío de vivir a toda costa.
Esa noche durmió algo inquieto. Cansado del juego se tendió en “su” cama y sorbió los hechizados vapores del sueño. En el dormitorio sólo una suave bombilla roja colgaba en la oscuridad, mientras las fantasías recorrían los laberintos, traspasaban las paredes y se filtraban por las puertas de otros mundos.
Miquel corría con la pelota en los pies junto a Josemari, su mejor amigo del barrio. Javier, de guardameta, trepaba y se columpiaba en la blanca portería sin red. La dulce, pero ahora angustiada voz de su madre, llamándole, Recuerda esa explosión segundos después, ese estruendo que le dejó unos instantes sordo y la visión aterradora de la pobre mujer, enterrada bajo los escombros de su propia existencia. Aquello pasó cinco años atrás. Luego un ensordecedor ruido acercándose, el paso del tren, pañuelos mojados, agitándose en el aire y secando el sudor de las lágrimas. Pero no era él quien se iba, sino sus padres, sus parientes, los amigos, Valentina, su novia también le abandonaba, veía la ráfaga de sus ojos brillando en el atardecer, mientras el tren proseguía su holocáustico camino. Miquel, inseguro, sentía cómo le bullía la sangre y se quedó quieto, indignado y lloró amargamente de rabia, de impotencia. Despertó al sonar el timbre tiritando de frío. La sábana mostraba un círculo de humedad, estaba empapada, no había podido aguantar. Le ocurría con frecuencia y se avergonzó de su debilidad. Cogió la tela, la guardó en una bolsa de plástico y la puso en un estante del armario para que nadie la viera, bien escondida.