Ese día hacía calor en La Habana. Por eso la gente se extrañó de su atuendo de invierno. Lo vieron atravesar el Paseo del Prado, rígido como un robot, el portafolio en la diestra. Venía caminando desde el Barrio Chino, pero solamente después de subir y bajar la escalinata del Capitolio, fue que notaron su presencia. Todos oyeron una voz que partía desde la base de la escalinata: “¡Ataja!”. Un muchacho se interpuso en su camino con los brazos abiertos. Pero fue como si lo atravesara un soplo cálido. “¡Ataja!”, repitieron. El hombre seguía adelante. Cuando transitaba frente al edificio del Tribunal, se le abalanzaron un custodio y un policía.
La gente pudo ver cómo aquellos cuatro brazos pasaban sobre su cuerpo sin asirlo, y tropezaban unos con otros en torpe y fallida maniobra. Policía y custodio parecían bailar al son de algunas risas entrecortadas, del barullo general. “¡Ataja”—seguían advirtiendo otras voces— “¡Se lleva el diamante del Capitolio!”. Todos vieron atónitos cómo en la calle Zulueta, un camión KP3, con un conductor ebrio, arrojaba sobre el transeúnte el peso de sus toneladas. Algunos hurtaron la vista del posible sangriento espectáculo; otros corrieron hacia el lugar para salvar (o ver) lo que se pudiera del supuesto amasijo de carne. El chofer detuvo el camión a unos metros. Palpitando, bamboleándose, bajó de la cabina. “Ay, mi madre” —decía con lengua estropajosa— “El año pasado maté una vaca suelta en la Carretera Central”… El asombro le quitó la borrachera. El incorpóreo seguía andando por el parquecito al costado del Instituto de Segunda Enseñanza. Su paso rígido lo conducía directo al trozo de muralla respetado por el zapapico y por el tiempo. Un grupo de muchachos jugaban allí fútbol con un balón hecho de pedazos de tela, compactados en la clase de Educación Laboral. Ahora se detenían a ver cómo el incorpóreo, evitándolos, se encaminaba al fragmento de muralla del siglo XVII. El más pequeño le dio una furiosa patada a la improvisada pelota. Las telas se deshicieron en el aire. Atravesaron el cuerpo austero del caminante como banderas en un viento tormentoso. “Al chino no hay quien lo pare” —comentó uno de ellos.
El transeúnte no venía del Mekong.
Se metió en los sillares del muro con su portafolio en la diestra. Del otro lado, de la parte de la calle Monserrate, se habían agolpado más de veinte personas esperando que brotara de las piedras. Pero no volvió a aparecer. En vano se le esperó hasta bien entrada la noche. Ahora todos discuten si fue una visión, un sueño, la posibilidad de una alucinación colectiva.
Sentado en un banco, un hombre hojea un viejo libro de ficción científica. Es el único que sabe la verdad, sumido en sus memorias. “Estos personajes”…—se dice—“Este incorpóreo tropical no puede atravesar muros tan anchos. Él buscaba su tumba”.
FIN
Enero 2010.