Miró su reloj, un regalo de su padre el cual lo había heredado del abuelo; un reloj antiguo -perteneciente a la familia por generaciones- de oro, con los números de la esfera grabados en caracteres romanos. Un reloj de oro puro. Y pensó de nuevo en el número 12. Allí estaban, ante su vista, los doce grafismos del día – la unicidad de la mañana que debía ser repetida por la duplicidad de la tarde para completarse las 24 horas del día. Una sola persona y el doble yo externo e interno.
Y pensó en los 12 meses del año, en los 12 signos del Zodíaco, en los 12 discípulos de Jesús de Nazaret, en 12 Caballeros de la Tabla Redonda… en ese número de los caminantes… y entonces se dio cuenta de que el anciano Menésh se había introducido tan dentro de él que había descubierto su nacimiento: el día 12 del mes de diciembre (el 12 mes del año).
En esos momentos se dio cuenta de la realidad. Estaba en un paraje solitario de la Gran Ciudad, rodeado de silencio. Se fijó en la hora. Eran las nueve y media de la noche. Y se sintió solo… tremendamente solo… hasta que notó unas enormes ganas de hablar con alguien. Tenía necesidad de hablar. Se palpó el bolsillo derecho de su chaqueta. Allí estaba el libro. Riesgo Calculado. Calculó sobre sus posibilidades. Era necesario regresar al hotel…