No te atormentes pensando que eres el único clérigo que siente eso, muchacho! Escucha, hijo, yo también cuando era joven lo he sentido. Sí, así como lo oyes; yo, presbítero y confesor de tantos, he aspirado ese mismo humo que ahora te asfixia. Tengo ochenta y siete años, y todavía no lo he olvidado por completo, mira si habrá sido fuerte. ¡Cómo confundió mi fe aquel episodio!
Ella era joven y bella y pura como ninguna otra mujer. Siempre la veía en la iglesia, con su vestido azul y sus cabellos dorados, orando con su boca de fresa entreabierta.
¿Cuántas veces me habrá sorprendido Dios mirándola a ella mientras decía misa desde el púlpito?
Era el único momento en el que podía atesorar su imagen sin levantar sospechas. Y, ¿sabes algo? Ella me miraba también. Esos ojos brillantes, me parecía a veces, decían más que simple atención religiosa. No te lo niego: en algún herético sueño (eso se escapa a nuestra voluntad, Dios lo sabe), la soñé a mi lado.
No sé cuánto tiempo duró ese secreto y blasfemo idilio. Crecía en mí todos los días; esperaba el momento del oficio para descubrir si había asistido. En el momento en que empezaba a replantearme seriamente el camino monacal, ella vino a verme. Recuerdo que mi pulso latió con locura cuando entró en la parroquia vacía, se acercó al altar y me llamó por mi nombre. “ Padre Cristian… ”. ¡Qué voz tenía! Y estaba feliz, según supe pronto.
Me dijo que quería reservar fecha. ¿Fecha? Tarde unos minutos en entender que se casaba.
Dios, a su modo, me dio su magnánimo premio. Oficié la boda sin apartar la vista de un angelito pintado en el techo del templo. Ni una sola vez busqué los ojos de ella. Cuando llegué a la declaración pensé que algo iba a suceder; que Jesús detendría el tiempo, que las campanas repicarían; algo que acallaría mis palabras antes de que ungiera la unión irrevocable. No fue así.
Casé a Silvia Clarens el veinticinco de noviembre de 1947, con Salvador Barrios. Durante largos años los vi juntos. Creo que mi bendición les duró mucho tiempo.