Siempre se nos cruzaba en el camino con la hora justa. Siempre se nos quedaba mirando. Uno le contaba frases halagadoras. El otro sólo guardaba silencio. Así pasaron los días… hasta que escuchó una verdad silenciosa: “En las esferas de los triunfos celebrados de cada filosofía y cada cuerpo residen nuestros propios signos como colores impresos en el lienzo de una amapola de nosotros que se grabó en el infinito de los tiempos. En los horizontes de nuestra paz callada eran nuestros aciertos los silencios donde vencemos, triunfadores contra la Nada… y abordamos las naves del misterio salvándonos del naufragio colectivo por encima del infinito de los tiempos. En los caminos de susurros tan sembrados que podemos aún reconcoernos cuando queremos sentir nuestros destinos… cuando queremos sentirnos por adentro…
esperamos nuestras esperanzas blancas en el aire del infinito de los tiempos. Y sólo pedimos silencio de adivinos en los ascenderes de futuros lentos bajo el crepúsculo ardiente y deseado en que se llena la cima de hermosura en el inmenso infinito de los tiempos”.
¿Quién había sido de los dos el que se había dirigido a ella?. ¿El de las palabras lisonjeras y vacías o el del silencio lleno de verbos?. Miró el reloj. Alguien faltaba porque se había ido a jugar a las carambolas de la vida… pero el otro no… el otro seguía siempre hacia la cima y se cruzó, !otra vez el silencio!, ante su mirada absorta y somnolienta. Despertó. No. No era un sueño. Era el silencio hecho palabra cuando lo vio solo… y entonces es cuando dejó de ser la chica que era un reloj porque había conocido la verdad de ambos. Y los pequeños corazones de las chicas guapas comenzaron a latir ya liberadas… y ella.., la chica del reloj… pudo por fin saber que no era lo mismo un halago engañoso que un silencio hecho palabras.