Es una de las instantáneas fotográficas más conocidas de mi primera infancia. Feria de San Isidro en Vallecas City, por aquel entonces la “ciudad sin ley”, que amenazaba con derribar a la burguesía madrileña como si fuesen “castillos de naipes”. Efectivamente, aquello era la feria de las vanidades de los que ansiaban aparecer siempre en el primer lugar de los coches. Asomando mi cabeza desde la segunda fila pude comprobar aquel mundo abigarrado de personajes de novela costumbrista o “novelón” de suelos fregados con zotal y la bayeta como reivindicación.
Observaba yo aquel mundo que tanto atraía la atención de hispanistas anglófonos tan interesados en escribir ensayos, más o menos carismáticos, de la España de posguerra que tanto interés despertaba en la Europa más o menos recalcitrante. Las ondas de mi cerebro atraparon, mientras daba vueltas y más vueltas el dichoso cochecito de marras, la novela titulada “La feria de las vanidades” de William Thackeray, basada en “El progreso del peregrino” de John Bunyan, y en mi subconsciente quedó grabado aquel pintoresco microcosmo de inmigrantes más o menos sureños de la España, más la gitanería más cutre del momento; todo aquello que llamaba poderosamente la atención a los hispanistas anglófilos ávidos de escribir sobre la España de posguerra y sus perennes circunstancias.
Satirización de la sociedad ambulante. Parada necesaria para retener el momento crucial de la feria interminable mientras la luz de las estrellas, con la Luna cada vez más creciente, me sumergía ya en mi perenne bohemia de soñador escribiendo redacciones hacia el infinito. La ciudad entera, Vallecas City inclusive, era una ciudad llamada Vanidad, que pretendía representar la atracción pecaminosa del hombre por las cosas mundanas. Pero aquel mundo de atracciones de feria me traía la presencia de una Marisol lanzada al estrellato cantando a mis neuronas: Eres diferente, diferente al resto de la gente que siempre conocí. Eres diferente, diferente, por eso al conocerte me enamoré de ti. Tus ojos tienen un color distinto al gris de la hierba y al verde del mar. Tus labios besan de un modo distinto y estar a tu lado es como soñar. Eres diferente, diferente, por eso al conocerte me enamoré de ti. Recogí el mensaje y lo encerré en un sueño pasajero para iniciarme como costumbrista escritor de las bohemias sureñas ancladas en el Madrid de lo castizo y el desfile de las vanidades bañándose en La Cibeles o en Neptuno según fuesen los colores de cada bebedor.
Es un momento inolvidable de mi primera infancia. Un recuerdo en forma de graduación elemental para saber distinguir a las unas de las otras. Me refiero a las estrellas que comenzaban a deslumbrar mis pensamientos. Subido en el cochecito de la Fantasía, yo asomaba mi imaginación al borde del precipicio de los que andurreaban por las noches tocando, con sus bandurrias, sonatas más o menos enamoradizas. Y es que Marisol había entrado en “la alcoba” de mis sentimientos mientras mi sonrisa bohemia mezclaba las aventuras de un niño irlandés con los animales cocodrilianos que tanto abundaban en aquel mundillo de feriantes y la vanidad subida hasta los lugares de las apariencias. Una forma de vivir que dejaba su estela en mi siempre curiosa manera de observar para seguir creciendo.