La maravillosa más bella palabra tardaba en surgir. En un guión de sorprendentes propuestas alimentadas por el entusiasmo, una tras otra, se agolpaban con jolgorio en el pórtico de la memoria con sus brillantes presentaciones dirigidas a la inefable apuesta sensorial de ocupar lo más alto del escalafón dialéctico; pero ninguna de ellas obtenía el galardón definitivo. Entrenadas para una larga duración en el sentimiento, me llegaban de súbito retorno, como oleajes de sinfónica consistencia. Todas ellas silbaban su sonora canción en el repaso resumido de los duelos interpretativos…
Miles de palabras me llegaron de la tiernísima infancia. Alegres, saltarinas, como felices torbellinos arremolinándose en los brazos amorosos de la maternal conciencia, ellas afloraban en el lúdico paisaje de la memoria inicial. Miles de palabras infantiles, blancas, coronando superficies de floridos campos semánticos y léxicos ingenuos. Juguetonas de por sí y consigo mismas, saltaban de un lugar a otro de mi discurso, como pompas de múltiples colores festoneadas por la incesante alegría de su presencia. Palabras dulces, tiernas, locuaces por su perspicacia e ingenuidad, diluidas en el éter de las sensaciones al calor de la nostalgia. Eran construcciones de castillos pirotécnicos donde las luminarias incandescentes de sus sonoros trinos repercutían su presencia en el ánimo riente del pleamar de las primaveras.
Miles de palabras me llegaron de la dorada y esplendorosa juventud. Calientes, combativas, combatientes, expresivas, llenas de ardoroso vigor y de ardiente sangre y fuego en sus barricadas envolventes; plenas de amor y de sueños incendiarios, todas ellas me deslumbraban con su calorífico festival del estío interpretativamente jovial. Palabras sonoras, llenas de entusiasmo y furia, interesadas por el saber y el conocer de las magias y el ferviente multiplicador de sus ubérrimas expresividades. Eran percepciones musicales sanas y saludables, desmedidas a veces pero siempre vivas, enormes en sus extensivos gestos y con una provocadora insistencia por hacerse notar presentes todavía; con la saludable ansiedad del querer y del amar las playas costeras de la vida.
Miles de palabras me llegaron de la prolífica madurez pacífica y envolvente. Palabras pausadas, consecuentes, confeccionadas con el terciopelo de las rosas almibaradas con acentos de palomas hogareñas viviendo en jardines otoñales mientras las girándulas del tiempo vadean los riachuelos de la consistencia de la gravedad lingüística. Palabras que flotaban en el ámbito remansadamente sereno de la meditación entreabierta bajo el pórtico del reflujo de las emociones. Miles de palabras latiendo en el atardecido corazón.
Y llegó de pronto la noche. Y en medio del crepúsculo combativo quedó enmarcado un preámbulo de silencios. No aparecía la más bella palabra de toda mi existencia, la más significativa, la más intemporal, la más motivadora. Y ahora, cuando todavía presiento que quizás esté aún lejana la hora de mi adiós definitivo, ¡cuánto me encantaría que la más bella palabra de mi existencia fuese precisamente la última!. Dios mío, que esa mi última palabra sea síntesis vital de la pasión y la calma, resumen bello y sincero de la expresividad elevada a su máxima potencia. Que la exprese al lado de ese ser sensible que sienta necesidad de escucharla o que de tan hermosa y bella que se presente no sea tan siquiera posible decirla y sólo consista en poderla sentir honda y profundamente. Que mi más bella y última palabra se refleje en el mil centelleo de los palpitares de la noche estrellada y que sea, solamente, el pálpito infinito y eterno de la existencia del corazón humano.
“La poesía no es sino
un manto de lana;
que cubre al que en él
está escondido;
O es un ángel que te cubre de luz,
o un diablo que te deja desnudo.” Rumi
Tú, eres la más bella palabra, un beso muy fuerte Diesel.