Es el 24 de agosto de los últimos años de la década de los 70 del siglo XX. Se está celebrando la Festividad de San Julián en una aldea conquense. Allí estamos toda la familia de los criados como madrileños. Estamos tranquilos y serenos. Pero, al parecer, por aquellas fechas la envidia les corroía las entrañas a los criados como valencianos. Así que llegaron desde Valencia para molestarnos e insultarnos a los que habíamo llegado desde Madrid. Sin querer meternos en jerigonzas extrañas, porque más de uno de los allí presentes hablaba con un lenguaje procaz e insultante, llegó la subasta de los roscones.
Mi hermano mayor ideó su estrategia para darles un escarmiento a los llegados desde Valencia. No era una cuestión de regionalismos sino un asunto de familias. Yo sólo era testigo silencioso de los acontecimientos, junto a mi padre, cuando recibí un aviso de mi abuelita materna diciendo que no pujase para nada ni con ninguna clase de dinero en las subastas porque, pasada ésta, comeríamos todos los familiares criados en Madrid, tres o cuatro roscos de manera completamente gratuíta. Así que comenzó la feria de las vanidades…
A cada envite que lanzaba mi hermano mayor, el representante oficial de los criados en Valenica lanzaba un envite mayor y la cuantía del rosco, con el entusiasmo de todos los aldeanos y aldeanas conquenses, subía cada vez más. Las cifras empezaban ya a ser escandalosas y el escándalo se apoderó del pensamiento de todos (y todas) los allí reunido en una forma de circulo alrededor de la fuente que sirve para dar de beber a los sedientos y, de paso, a las caballerías.
Mi hermano seguía subiendo el precio y a cada cifra que anunciaba le respondía el representante de los criados en Valencia con otra mucho mayor. Se ufanaban los criados en Valencia de que tenían más dinero que nosotros mientras, paradojas de la vida, nos insultaban diciendo que los criados en Madrid éramos vanidosos, creídos y prepotentes mientras que, observando discretamente la puja establecida entre los dos, yo veía con total nitidez que los vanidosos, creídos y prepotentes eran los criados en Valencia.
Hasta que, hábilmente, cuando ya el rosco había alcanzado un valor que nunca jamás se había conocido en aquella aldea ni en los lugares aledaños a ella, ni aún tampoco en la cercana capital, situada a tan sólo 7 kilómetros de distancia, mi hermano detuvo sus apuestas y a los criados en Valencia les tocó pagar tan alto precio, por su vanidad, soberbia y prepotencia, que les salió el asunto por un ojo de la cara quedándose casi desnudos de caudales monetarios. Mi hermano mayor les había hecho lo que, desde entonces se conoció, la pirula del roscón. Habían caído en su propia trampa… porque mientras ellos gastaron todos sus ahorros en un sencillo roscón que no valía ni la centésima parte de lo que les costó, nosotros los criados en Madrid, nos comimos cada uno tantas porciones de roscones como nos apeteció y sin pagar ni un solo céntimo por ello.
La pirula del roscón fue tan celebrada por los neutrales que todavía se acuerdan de aquella engañifa en la que cayeron los criados en Valencia por querer bacilar a los criados en Madrid. A mi mente acudieron varios refranes y dichos españoles como “por su boca muere el pez”, “dime de lo que presumes y te diré quien eres” o uno que me invento yo y dice así: “Si crees que me superas en valores ten en cuenta que el mayor de los valores es la humildad”. La pirula que les hizo mi hermano mayor a los insultadores criados en Valencia, para que supieran bien cómo éramos los criados en Madrid, fue de tal calibre que pasó de generación en generación por todos los habitantes de las aldeas de Molinos de Papel y Palomeras e, incluso, todavía se recuerda en la capital de Cuenca.
Quizás parezca una más de las leyendas imaginarias que se cuentan en los pueblos conquenses pero “La pirula del roscón” fue un hecho real y verídico. Quizás en todo ello haya una moraleja que pudiera ser, me la invento yo ahora riéndome mientras lo recuerdo, “no te piques con quien tiene más categoría si no quieres llorar desde el alba hasta el mediodía” o “cuando veas a un ser inteligente no creas que es pobre gente”. Para que aprendan los criados en Valencia, y me refiero sólo a mis familiares, lo que somos los criados en Madrid.
MI abuela materna: Lo confirmo. Fue real.
Okey abuela. Un diente no es una muela. Quien muerde sin sentido se queda resentido. Yo sólo era testigo presencial para ver aquel final. Y no siempre gana quien lo desea sino quien más astucia pasea. Por lo demás no soy de los que “se lavan las manos” con la sangre de los vencidos pero el escarmiento es un grande conocimiento.
Mi abuela materna: En casa del boticario se me olvidó el relicario.
¡Jajajajaja!