La vida sencilla es una de esas historias que huelen a pasteles recién hechos, a leña ardiendo en los hogares, a romero y tomillo en primavera y a hojarasca humedecida con las primeras nevadas del invierno. Todo bucólico y amable aunque la mezquindad de algunos pequeños grupos aflora siempre asomando su cara más desagradable.
Pero olvidemos esas caras para señalar que cualquier pueblecito perdido en las montañas es un remanso de paz que mucho añoran los urbanitas a los que machacan las grandes ciudades con su incesante y estresante ritmo. No es fácil la vida en las grandes ciudades de las prisas y el contrarreloj siempre acumulando minutos contra el viento.
El pequeño pueblecito montañés no defrauda nunca y puede ser una revelación de lo sencilla que es la vida sencilla para aquellos que lo han podido gozar alguna vez en sus vidas. Allí hay historias intimistas, deslices de tramas sencillas, colección de relatos y narraciones junto al hogar encendido que habla de humanismo, cotidianeidad coloquial y emociones primarias. Son historias que hablan de valores trascendentes para los seres humanos que las viven en directo; y todo ello desde la más inocente de las sutilezas.
Fotografiar esos parajes es una cosa determinante que se siente, se piensa y se vive con el alma y eso nos obliga a hacernos preguntas esenciales que respondemos al final con cierta melancolía cuando estamos lejos de allí. Por ello es siempre un recorrido por el niño o la niña que todos llevamos dentro.
En esta civilización llamada avanzada se llega demasiado pronto a ser adultos y entonces resulta una delicia dejar atrás las zozobras del enloquecido tráfico urbanita para irse allí, a hacer de la vida un futuro más reivindicador de la felicidad.
Esencia que, de una manera u otra, todos alguna vez buscamos…