Ya pronto arderá la espalda del hombre que recoge los racimos habitando (silente de las pámpanas y el dril) el trayecto largo y fijo de las colinas del vino. Las mudas palabras convertidas en huídas. El rostro hecho pulsaciones. Las agónicas cadenas henchidas de cotidiana terrosidad con sus debidos huecos de esperanza. Hablando con un monte que no puede responder, el diálogo impasible e imposible persiste en la siesta impenetrable de la vid y del olivo citando verdades con la furia del viento. Grito inédito de lo común que es y, a la vez, grito siempre repetido en todos los surcos de su edad…
La sombra del tren no es la sombra alargada del ciprés sino la alargada sombra del ciempiés que se proyecta (con besos de caolín amando a las traviesas) para poder confirmar su historia en el peso enorme de sus sombras.
Se están sembrando resoles de campanas llamando al corazón y, al fondo, dos verdes maletas que ahora no saben dónde estamos ni ella ni yo. Ensimismados en el entorno del presente, ella y yo (almena y torre de marfil sin más) no estamos, en realidad, en ninguna parte. Estamos más allá de nosotros mismos. Ansias dentro. Ansias fuera. Versos asidos al viento ardiente que sesguea las hojas y las ramas del árbol detenido en la detenida estación.
– Y tú te irás con él y serás una verdad de albérchigos -dicen los de ella.
– Viviendo en la breve estrechez de lo violeta de tu voz -responden los míos.
– Posiblemente eligiendo las anilinas de la tarde -dicen los de ella.
– Sólo para colorear los grafismos de tu ensoñación.
¿Duelen las emociones?. Sé que a las vías les duelen las aceradas pisadas, pero sé también que les duelen mucho más las ausencias.
(fragmento número 6 de “La última frontera”, de Diesel)