La Vida en juego

Jugaban, hasta que las reglas exigieron que alguien ganara. No lo decían explícitamente, no era algo reglado pero si necesario para que el juego tuviera sentido, si no ¿para qué habrían estado jugando? Eso lo sabían.
Durante las horas que duró la experiencia se habían desenvuelto con soltura pero ya había pasado mucho tiempo y nadie apareció para decirles que era la hora de comer, por lo que estaban determinados a terminar por propia voluntad.
Realmente esto ya había pasado otras veces, el acabar buscando un final. Los antecedentes que tenían, con respecto al juego, eran los comunes en los tiempos que corren para alguien de entre, pongamos, cinco y doce años, tres y dieciséis, dieciocho y veinticinco, puede que incluso entre diez y treinta o treinta y cincuenta, a saber; era muy normal.

Es cierto que en el tiempo que precedió a la encrucijada que proponía el juego no pensaron ni un momento en ganar o perder, simplemente se dedicaron a divertirse llenando el tiempo con sus ideas fantasiosas, hablándose, tocándose y riendo con las situaciones que creaba la inocencia de su comprensión, reproduciendo lo que hacían sus familias, profes o personajes de dibujos favoritos. Recordaban que habían visto a alguien cantar como en la televisión o imitar a personajes que nunca sonríen, y jugaban con eso.
También habían conocido el parchís, el fútbol, las videoconsolas, los móviles, la zapatilla por detrás y habían visto mucha televisión. Por lo que sabían, siempre había alguien que ganaba y alguien que perdía, a veces durante la partida pero sobre todo al final.
El problema surgió cuando no supieron quién debería ganar.
Al principio en silencio apareció la primera pregunta ¿quién se inventó el juego? A esta le siguieron otras: ¿quién tenía más imaginación?, ¿quién había sido mejor?, ¿de quién eran los juguetes?, ¿quién se esforzó más?, ¿de quién era la casa?, ¿quién era mayor?, ¿quién se merecía ganar?…
Sin palabras ya habían decidido quien vencería, no era necesario hablar porque el juego ya había cambiado hacia su recta final.
Esperaron a que hubiera un motivo, por insignificante que fuera, y comenzaron a competir por ver quién tenía más imaginación, quién se esforzaba más en hacer reír, quién sabía más cosas… Comenzó a no ser tan divertido, pero el final era importante. Tenían que ganar porque ese era el juego.
Un arrebato instintivo provocó que se produjera un fuerte tirón de pelo, una patada por aquí y un grito enrabietado por allá. Entre lloros y demostraciones de fuerza llegaron al momento en el que un lápiz pareció una buena espada. A punto de tener un ojo menos y con la cara un poco ensangrentada ya hubo alguien perdió el juego.
A los gritos de pavor apareció una señora con zapatos negros que cuando vio el espectáculo repartió un par de azotes y llamo a un señor con zapatos marrones que, contrariado por dejar de ver el partido, fue a imponer orden mientras la señora apagaba el fogón e iba a curar la pequeña herida.
Por un lado la herida se dejo curar con mimo y frustración. Por otro, con el trasero azotado y llorando, se alegró de haber ganado.

Volvieron a jugar, por supuesto, con diferentes resultados. Ya no pasaban tanto tiempo como antes pero se siguió repitiendo.
Más adelante tendrían que conocer otros juegos más complicados en reglas y desarrollo en los que pondrían a prueba todo lo aprendido.
Son cosas de niños/as.

EPILOGO

O ganas o pierdes, es como el sueño americano, o subes o te hundes. Por eso es importante ganar, cuanto más mejor, aunque el resto pierda ¿cuánto?, da igual.
Vivimos en una sociedad de competitividad. Nos pasamos la vida jugando a un juego que nos dejó quién en su momento ganó y en el que quién no ha vencido espera por encima de todo la siguiente oportunidad para hacerlo.
Así que todos y todas jugamos.
Son unas reglas muy sencillas, desde Darwin y la Revolución Francesa hasta el deporte y la libre empresa.
Competimos contra todo, en todo lugar, contra todo el mundo. Vivimos en una constante partida de inseguridad en la que los valores están dictados y no terminamos de saber por qué. Me pregunto si la violencia no será una consecuencia realmente coherente con el sistema en el que vivimos, al fin y al cabo es puramente competitivo.
Es la violencia estructural.
Un ejemplo es el modelo de educación en el que se compite por ver quien tiene las mejores notas, del uno al diez, tu ¿dónde te encuentras?.
Me pondría a enumerar los momentos en los que el juego es así de crudo, momentos que a diario vemos, vivimos, pensamos y que nos parece lo más normal del mundo. No los voy a enumerar porque yo solo conozco los que he conocido, pero haced la prueba y veréis que prácticamente no sabemos hacer otra cosa.
Por cierto, ¿se puede hacer otra cosa?.

2 comentarios sobre “La Vida en juego”

  1. Se puede hacer `planteándose la vida de manera diferente al de la violencia estructurada desde los elementos de poder. Si. Se puede entrar en una esfera en que no tienes por qué penetrar en el juego de los Vencedores y los Perdedores que es cultura de competitividad exhalada por las películas norteamericanas hasta la extenuación. Cuando nos damos cuenta de que el juego es un estúpida llamada al Fracaso (hasta los Vencedores llega un momento en que fracasan también) es cuando nos decidimos a vivir fuera de las líneas marcadas por ese juego repelente. Y jugamos entonces a vivir y dejar vivir… auqneu nos tengamos que marginar del Consumo, de los Triunfadores y de tanta basura que existe en los Medios de Comunicación.

  2. Estoy totalmente de acuerdo con Diesel. Pero te diría más, lo que ya dije en uno de mis primeros textos: yo siempre he sido muy competitiva en el trabajo (y también en el resto de los aspectos de mi vida), pero conmigo misma, no “hacia” ni “contra” nadie. Siempre he pensado que el haber practicado deporte en mi niñez me formó de esa manera: yo tenía que rebajar mi tiempo, si no de nada valía llegar la primera o la última en la competición. Eso no siempre ha sido entendido por los demás, no es “fashion” ni comprensible… qué se le va a hacer.
    Y me ha ido muy bien así.
    Un saludo.

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