Enciende su luz la farola de Santa Engracia. Mientras aligeran sus pasos los viandantes hacia un destino signado por el espíritu de la cotidianiedad, el fumador consume su último cigarrillo antes de despedirse de sus anguastias y un sinfín de ojos le observan. No puede salir del círculo donde aprisionada su conciencia. Lucha para no mover sus huesos calcinados y cuando se marcha con aire de igrávida languidez, el agente le sigue los pasos de cerca…
Tambalenate, el borracho de Luchana se aferra al tronco férreo de la farola. Su cabeza está inclinada sobre un pecho que ha dejado de latir sueños. Toda la luz se hunde en la demacrada piel de su rostro cetrino. El equilibrio corporal baila una especie de tormenta. Cae y se levanta.
Vuelve a aferrarse al férreo tronco de la farola y después da unas estrambóticas zancadas hacia el vacío…
Va quedando solitaria la acera. Un perro gris se acerca, huele, olfatea y huye despavorido cuando se acerca el poeta que mira hacia arriba, hacia la cristalina luz, lanza un hondo suspiro y se pierde entre la bruma de Viriato…
Al fin los dos enamorados encuentran su refugio. Él la recuesta sobre la farola porque quiere contemplar sus ojos luminoso. Se dicen frases de reconciliación mientras sus bocas encuentran el punto de unión de unos besos largos. Se funden en sun solo fulgor nocturno. La farola gime de ansiedad y luego un baño lunar los acaricia, los orla de reflejos, los suaviza… hasta que él la enlaza por la cintura y se marchan despacio, despacio, hasta Quevedo…
Lo que nadie sabe es que cuando avanza la noche, en plena madrugada, un ancianita de níveo cabello llega siempre hasta allí y comienza a regar lentamente los pies de la farola. Ella espera el milagro de que nazca un rosal mientras la acompaña el fantasma del farolero de Covarrubias que le musita qudamente una estrofa becqueriana: Volverán del amor en tus oídos las palabras ardientes a sonar pero igual a como yo te que querido, desengáñate, nunca te querrán…
Queda dormida la ancianita del pelo blanco esperando su último sueño mientras pasa a su lado un emgirante solitario, vagabundo de la noche, con un equipaje lleno de silencios… y un cantautor del barrio que se ha acercado para dedicarle a ella, a la nívea ancianita, una canción de despedida. La luna brilla sobre la silueta de la soñadora, la que se está aromando de poemas becquerianos que le cita al oído su farolero de Covarrubias. Un coro de ángeles invisibles, que sólo ella ve, la cobijan mientras, como un milagroso despertar, una azucena está creciendo en la base de la farola…
Desfila un carrusel de automóviles que bajan desde Ríos Rosas hasta Recoletos y de uno de ellos, a todo volumen, suena música reggeaton.