Fue un agradable encuentro con mi antiguo profesor, que acumulaba más de tres lustros de jubilación. A pesar del paso y el peso de los años, seguía con la misma mirada inteligente que acompañaba a su permanente sonrisa. Era uno de mis héroes predilectos, un maestro capaz de imprimir huella indeleble en sus alumnos más conspicuos de muy diversas generaciones. Ahora me llamaba por mi nombre, superando el primigenio apellido, común a todos los hermanos. Este etéreo pormenor quizá traslucía que, ocasionalmente, algunos alumnos con los que mantenía el contacto ascendían un escalón y adquirían la consideración de discípulos.
Cuando, tras numerosas e irreparables reformas ministeriales, el aula parece haberse transfigurado en un exótico laboratorio híbrido entre un circo y un programa de “Gran Hermano”, mi recuerdo de aquel antiguo bachillerato pausado era reconfortante. Así se lo comenté, añadiendo que la educación se había convertido en una profesión de alto riesgo. Él me dio una última lección, siempre con su habitual perspicacia, que exigía el concurso del aprendiz mediante la reflexión y el descubrimiento.
– Mikel, seguimos en una sociedad que paga menos a sus mejores profesores de cualquier nivel y especialidad que a sus peores entrenadores de fútbol. Los docentes competentes son tan escasos como los médicos ilustres, pero mucho menos reconocidos. Pero continuamos siendo insustituibles, porque sólo los profesores creamos riqueza espiritual y material. Aquí mismo, ¿donde ves tú nuestro mayor y mejor patrimonio?
Estábamos en medio de Bilbao, sobre el Puente de Deusto entre el Museo Guggenheim, la Universidad de Deusto, el Palacio de Congresos y de la Música Euskalduna, el Museo de Bellas Artes y el Parque de Doña Casilda, donde se veían muchos niños en un primer lunes de vacaciones escolares por la Semana Santa.
Creí que adivinaría su intención indicando el campus, donde todavía acudían a clase los universitarios. Él me corrigió, parcialmente, apuntando con un gesto fugaz hacia el parque.
– Esos niños y niñas son nuestro futuro, nuestro tesoro aún más preciado que la juventud. Como ya señaló Montesquieu, nuestra infancia recibirá tres educaciones: la de sus padres, la de nuestros profesores y la del mundo. La tercera contradirá todo lo que las dos primeras enseñan; incluso los más desvalidos apenas podrán aprender de sus familias. Sólo la escuela y el profesorado son garantía universal para todos; muchos no llegarán a la universidad, ni a la formación profesional.
Nos despedimos, pero su análisis me dejó cavilando. Pensé que, sin advertirlo, hemos ideado un sistema educativo donde el docente competente no obtiene reconocimiento oficial, excepto la vocación cumplida, mientras que el profesor inepto raras veces es reprendido. Me consolé pensando en tantos buenos maestros y maestras que, sin contabilizar las horas extraordinarias, han conducido a millares de alumnos y alumnas adonde hoy están.
¡Cuántos profesores, como los grandes médicos, saben que el verdadero éxito se logra con los casos aparentemente perdidos! Es el alumnado menos dotado quien obliga al profesorado a enseñar mejor. Lamenté no haber podido apostillar a mi profesor con una cita de Gertrude Stein que él ya conocería. La genial escritora Norteamérica escribió: “Podría pensar en ser una buena alumna,… si fuera posible encontrar un buen profesor”. Su interesante vida y su inigualable obra son la mejor prueba de que sí debió descubrirlo.
Mikel Agirregabiria Agirre. Getxo
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Artículo ilustrado en: http://www.geocities.com/agirregabiria2005/retirado.htm