Malvada Locura – VI
(Sexto relato de la serie Malvada Locura)
Habiendo dejado atrás todas mis penas, sonrío, quieto frente a la ventana, con los brazos en alto, esperando que de mis manos crezcan hojas y ramas que lleguen al techo. No volveré a ser un hombre, no volveré a pensar como un hombre. A partir de ahora, seré un árbol. Un árbol viejo y feo abandonado a los caprichos de los elementos con escarabajos trepando por su tronco.
No es la primera vez que me propongo convertirme en un árbol, pero sí es la primera vez que me siento realmente preparado para emprender esta fabulosa hierogamia que, en el fondo, no es otra cosa que una reconciliación conmigo mismo.
Esta vez no me encogeré acobardado en un rincón, con una botella en la mano, esperando que al fin caiga la noche y todo vuelva a la normalidad. No sé como ni por qué, pero con la caída de la noche se rompe el hechizo, emerjo de estos trances en los que he pasado la mitad de mi vida sin saber muy bien como llego hasta allí ni como luego vuelvo a ese estado de cordura general en el que vive todo el mundo que, por extraño que parezca, es donde sí me siento perdido, vacío y sin vida.
Si mi madre ahora pudiera verme, seguramente diría: “Ya tienes edad para comportarte como una persona normal”, me lo dijo tantas veces que no recuerdo que me haya dicho ninguna otra cosa. No fue la única. Cada vez que me pedían que me comportase como una persona normal me sentía como un chimpancé que todo el mundo se esforzaba por domesticar, entrenar y reprender hasta convertirse en un estúpido número de circo, al fin y al cabo, eso eran para mí sus vidas; un engaño, una bobada, un espectáculo triste y sin sentido.
Según crecía, notaba como el mundo se iba haciendo inquietantemente más pequeño, algo asfixiante y apretado como una camisa de fuerzas. Pronto comprendí que me estaba haciendo hombre en el interior de un ataúd hecho a la medida de otro. Pronto me quedaría sin espacio y sin aire, me vería obligado a llevar mi lápida a cuestas, ni vivo ni muerto, tan sólo fuera de lugar como los fantasmas, y como todo buen fantasma: constreñido a habitar alguna extraña dimensión del mundo de los hombres… hombres que ya no podía mirar a los ojos; sus pesadillas empezaban a ser mis pesadillas, sus males empezaban a ser mis males. Obstinadamente empecé a aprender a desviar la mirada, a cerrar los ojos. Dejé de ser uno con todos para ser uno conmigo mismo en algún lugar de ese maldito yo para sobrevivir ¿Comportarme como una persona normal?, lo siento, madre, no quiero, no puedo…
Como un chamán, mis sentidos empezaban a deslizarse por las rendijas de la realidad para abordar otras realidades, otros infiernos. Una canica, una teja rota tirada en el suelo suponía un desafío con el que mis maestros con sus manuales no podían competir. De repente me encontraba cara a cara con el misterio, ni demasiado lejos, ni demasiado cerca de llegar a entender, realmente, quién era, por qué era. Las personas, en cambio, eran tan sólo pésimas imitaciones de canicas y tejas rotas.
A menudo me enfrentaba en el espejo conmigo mismo preguntándome como lo hacían los demás. Cómo demonios lograban ser personas, pensar como personas, vivir como personas, sin saber muy bien si en el fondo destetaba todo lo que representaban o les envidiaba. Después de todo, talvez tuviesen razón: talvez estuviese rematadamente loco.
Fuese como fuese, supe que no pertenecía a su mundo, que mi lugar no estaba entre las personas, que nada tenía que ver con ellos, ni ellos nada que ver conmigo cuando, tras un beso furtivo a Rita y de sentir algo que sólo se siente cuando vas por tu séptima reencarnación en el Infierno, miré por primera vez en lo profundo de mi corazón. En aquel instante, frente a Rita, hermosa y sublime como ninguna otra criatura en este mundo, me vi como el Nabucodonosor de Blake, echando un último vistazo atrás antes de internarse en las más infames grietas de la Tierra adónde pertenecía. Ese era mi lugar, no tenía ninguna duda, como no tenía ningún miedo, porque, de repente, había comprendido quien era. Le di la espalda a Rita y me fui en silencio dejándola atrás desconcertada, o talvez enojada o ambas cosas. Aunque la adoraba, no podía llevarla conmigo ni había nada que pudiera decirle: era mi séptima reencarnación en el Infierno, ella no podía comprenderlo ni yo necesitaba que lo hiciese. De repente había comprendido muchas cosas, más de las que llegaría a comprender jamás en lo que me quedaba de vida…
Y ahora, tantos años después, finalmente heme aquí, preparado para que mi sino se cumpla. Ciego, sordo y mudo me hago uno con los elementos poblados de sombras y susurros de otro tiempo que merodean a mi alrededor. Voces de antaño hambrientas de mi carne y sangre. Pronto emergeré por encima de capas de sangre y barro, pero antes, bajaré al Infierno de las montañas y los vientos en busca de mi verdadero nombre. A las puertas de los abismos finales, allí donde las estrellas van a morir, enterraré mi corazón. Cenizas de luz y fuego serán mi alimento.
Miro el cielo, está colmado de nubes que destellan como una hoja ensangrentada. No son nubes, son antorchas de sangre y acero que despejan la oscuridad de la vista de los hombres, pero dejando intacta la sombría presencia de la muerte como una pesada losa rota en pedazos, quedando así el mundo como una ruinosa tumba abierta por la que transitan vivos y muertos confundiéndose los unos con los otros en la misma pesadilla. Es éste un cielo de valkirias y einherjers marchando con furia, haciendo refulgir sus armas.
Cierro los ojos, siento que caigo vertiginosamente. Siento que durante esa caída, mi cuerpo es acuchillado, desangrado y destripado. Abro los ojos, allá, lejos, muy lejos, en la última noche del último día. Ni luz, ni oscuridad; ni cielo, ni tierra; ni arriba, ni abajo… y al mismo tiempo: todo y nada ¿Qué otro lugar, qué otro momento es éste sino la última noche del último día? Mi alma está ahora a la vista. Se levanta y revuelve sobre sí misma como una niebla sanguinolenta. Me alejo de su contacto, pronuncio mi nombre; incierto, asimétrico. Cavilo en la cifra ovárica. Soy al fin el centro que ocupa la nada. El Universo entero palidece con la boca entreabierta y los ojos ciegos. Ya nada hago entre los hombres, ya nada soy de este hombre que he sido hasta el día de hoy.
Soy un árbol, un maldito árbol. Grito, danzo, salto y río. Yo no soy yo. Giro, caigo, choco contra las paredes. Nada joven, nada viejo me rodea. Estoy alzado sobre la fauna descompuesta de mis sueños: tristes centinelas de mis noches y días a tientas por el mundo. Mi mente se llena de rumores y aberraciones que aúllan, se retuercen y sacuden antes de consumirse para siempre. Todo se derrumba. Mi alma cae a pedazos, mis recuerdos se desvanecen, mi mente calla… y yo grito y río y, al fin, toco el techo.
¡Muy bueno! ¡Excelente, V. Cavalo!¡Me gustó mucho esta parte de tu Relato porque me transportó al mundo de los profundos sentires de esas personas que no son como los demás… porque superan a los demás… Un texto realmente muy logrado, ligando escenas con pensamientos. Es una técnica que, con otro decorado, yo suelo usar algunas veces. Lo importante de tu texto es que transmite y no se queda en la superficie. ¡Muy bueno, de verdad!.