Aprendí a andar con las luces apagadas para subir hasta el sexto piso (quinto más bajo porque a veces hay quinto más bajo en las casas de Madrid). ¿Por qué apagaba yo las luces en mitad de la noche para subir los seis duros pisos de escaleras de piedra?. Por ver si era verdad que los fantasmas existían para austar a los pacíficos. Y descubrí que los fantasmas huían mientras yo iba, despacio, muy despacio, subiendo los escalones en medio de la oscuridad contando continuamente mis historias a la luna. Por eso aprendí que ser hombre consiste en no temer a los fantasmas que se esconden en las escaleras de los peldaños de piedra.
¿Quiéren eran aquellos fantasmas de la noche?. Niños que sólo eran nada. Niños que no eran más que nada. ¿Y por qué tener miedo a la nada?. Un día lo comprobó el propio Rufino cuando alguien le propinó un puñetazo en pleno rostro y otro rompió el asa de la cartera por darle con ella en la panza de fantasma. Y luego a llorar por la calle para después contar lo contrario a los otros fantasmas. No. Yo no intervení en aquel escarmiento. Yo sólo sonreía porque el fantasma de Rufino ni ninguno de los demás fantasmas (Ruano por ejemplo) me asustaban en absoluto. Yo sólo sonreía y meditaba: “Para ser tan falso, tan mentiroso y tan nada como ellos mejor me hago poeta”.