“ La ciencia nos proporciona bienestar y placer mediante sus aplicaciones a la comodidad de nuestra existencia, pero esta filosofía nos daría el gozo”
(Henri Bergson)
Recuerdo que cuando yo estudiaba sexto de Bachillerato (curso que por entonces señalaba el final de la enseñanza secundaria) teníamos la clase de filosofía a las tres de la tarde, es decir con el último bocado de la comida a punto de rendir cuentas a los jugos gástricos.
No sé si debido a ello o al hecho de que a los de ciencias no nos entusiasmaban las cuestiones metafísicas, mi primer encuentro con esa disciplina revistió un carácter decididamente soporífero. Los silogismos, las disputas escolásticas, la duda metódica cartesiana ¿quién era capaz de enfrentarse a cosas así, sin empezar a dar cabezadas sobre el compañero más próximo?
Yo supongo que aquello de que las clases de filosofía coincidieran con el inicio de los procesos digestivos no pasó de ser un hecho casual y aislado, sin relación alguna con la escasa inclinación que, por aquel entonces, mostraban los responsables de los programas educativos en sembrar inquietudes existenciales entre la juventud. Pero lo cierto es que ahora, al cabo de cuarenta y tantos años, no dejan de intrigarme las reacciones de fastidio y desdén que la sola mención de alguna cuestión filosófica suelen despertar en no pocas personas, vinculadas al mundo universitario, a las que me unen intereses profesionales o simple amistad. Según parece, no faltan motivos de peso para que este tipo de actitudes sea frecuente. Se nos dice, una y otra vez, que el papel tan deslucido que la filosofía juega en nuestra sociedad tiene mucho que ver con el fracaso de todo un proyecto histórico, el racionalismo ilustrado, nacido en el siglo de las luces con la pretensión de erigirse en faro definitivo del progreso humano y que, al final, nos ha traído más sombras que luces. Esta sería una de las causas principales de la desconfianza actual ante todo tipo de especulación de raíz metafísica. Otra, claro está, es el escaso interés que despierta todo aquello que no pueda asociarse con una ventaja material inmediata.
El caso es que este supuesto proceso de crisis no deja de mostrar aspectos paradójicos: resulta que ya bien entrado el siglo veinte, se inició un cambio de rumbo en el pensamiento filosófico que parecía anunciar la tan esperada superación de las tesis racionalista e idealista. Figuras destacadas como Ortega, Scheller, Heiddeger o Zambrano, a partir de las propuestas de Dilthey y Husserl, se adentraron en nuevas rutas del pensamiento que prometían conducir a una visión más lúcida y sutil de la realidad. Se inicio así la construcción de nuevos sistemas, capaces de abordar con rigor aspectos fundamentales de la naturaleza humana que sobrepasan por completo las posibilidades de análisis de la ciencia. No obstante, a pesar de la profunda huella que estas y otras corrientes renovadoras han dejado en la cultura de nuestro tiempo, nunca ha sido posible llegar a recuperar plenamente el sentido de la filosofía, entendida como un saber que aspira a integrar los esfuerzos humanos en busca de la verdad.
¿Será entonces cierto que vivimos ya en una era postmetafísica? No faltan quienes, lejos de creerlo, aseguran que la situación crepuscular en la que nos encontramos es sólo el preámbulo de una nueva aurora, que acaso se anuncia ya en las concepciones de Apel y Habermas, fundamentadas en la complejidad de nuestra civilización tecnológica. Pero, a quienes no somos filósofos, lo que de verdad nos interesa aclarar es si la filosofía puede ayudarnos a despejar la confusión por la que navegan nuestras vidas…¡nada menos! Casi puedo ver la cara de sorpresa que habría puesto mi profesor si le hubiera interrumpido con una cuestión como ésa, en mitad de aquellas interminables disertaciones suyas sobre las categorías aristotélicas o las mónadas de Leibnitz.
Sin duda, el asunto es arduo, sobre todo porque no tenemos el hábito de abandonar de vez en cuando los caminos trillados y asomarnos a nuestra intimidad. Tal vez, en el hecho mismo de sentir que vivimos y anhelamos comprender, pueda encontrarse el hilo conductor que nos falta.
Carlos Montuenga
Doctor en ciencias
cmrbarreira@hotmail.com
La filosofía argumentó la gran necesidad del pensamiento humano para codificarse, para “abstraerse”. Se mezcló, deliberadamente o no, con otras ramas…por esa necesidad de entender el mundo yla existencia desde un cógo racional y desde la naturaleza de la “ética”. Coincido en que la Filosofía y la Ciencia necesitaron caminar de la mano, porque la Ciencia, sumo parangón de la Realidad, es la constructura del Universo. Y está llegan más allá, hasta los confines del átomo, hasta los nuevos paradigmas que pretendert revelar las infinitas posibilades del minimalismo subatómico. La ética científica, la lógica argumentativa de lo numérico, la verdad…como axioma, certifica la naturaleza Occidental de algo extraordinariamente poderoso.
¿Qué necesidad surge de lo filosófico? Supongo que la misma que tenemos para no caer en el inmenso vacío de una Verdad inmutable.
Saludos