Hay noches serenas en las que todo invita a levantar la vista hacia el firmamento y dejarse hechizar por la belleza de la bóveda celeste. Cierto que, casi al tiempo de sumergirnos en su contemplación, empezamos a buscar respuestas sobre la realidad de lo que se muestra en ese fantástico escenario.
Una infinitud de puntos parpadeantes se ofrece a nuestra vista, como diamantes de luz incrustados en una inmensa esfera de zafiro. Pero sabemos con certeza que son , en algún caso, planetas iluminados por el sol, en otros, soles tan alejados de nosotros que los percibimos apenas como un tenue destello. En ocasiones, se trata de cúmulos estelares, nuestra propia galaxia señalando en el horizonte diáfano la dirección del finis terrae. Y más allá todavía, a través de abismos inimaginables ante los que la mismísima luz ha de sentirse desfallecer, otras galaxias, otros universos acaso.
Permanecemos absortos ante esa visión nocturna que no terminamos de entender a pesar de los avances prodigiosos de la ciencia. Big ban, contífnuo espacio-temporal, agujeros negros… hipótesis que, aun siendo fascinantes, no nos permiten ir más allá del umbral del misterio.
Recuerdo que cuando era niño y el cielo de las noches estivales se convertía en el decorado natural de confidencias y ensueños, me sentía a veces invadido por una inexplicable sensación de felicidad al levantar la vista hacia las estrellas ¡ poco parecía importarme entonces si era o no posible explicar aquella inmensidad que sentía como parte de mí !
El paraíso de la infancia quedó ya muy atrás, pero con frecuencia me pregunto si nuestra forma de representar el mundo nos permite comprender la realidad en la que estamos inmersos. Vivimos tiempos en los que lo propiamente humano se relega con excesiva facilidad al limbo de lo que no concierne a la ciencia; tal vez sea posible imaginar un tipo diferente de conocimiento basado en el sentir íntimo de que nuestra existencia vibra al unísono con todo lo que nos rodea .
Carlos Montuenga Octubre 2004