Dicen las noticias que la ciudad está bloqueada. Los accesos y las salidas de la capital se encuentran cerrados a cal y canto debido a las espesas y gruesas capas de hielo y nieve que hacen imposible el tránsito vehicular en todas las direcciones; así que he determinado tomarme el asunto con la mayor tranquilidad posible y quedarme, otro día más, encerrado en el salón del hotel donde, ahora mismo, todo es una barahúnda de idas y venidas, con los mozos de los equipajes yendo de un lugar a otro sin acertar, definitivamente, con quienes dar prioridad en estos momentos de angustia general declarada.
Es entonces cuando me fijo en ella; apenas tiene veinte años de edad -yo juego maquinalmente a ceñirla entre los diecisiete y los dieciocho- y parece un poco asustada. Ha tomado una revista de moda parisiense y comienza a leerla pausadamente, pero ese control que tiene de todos sus movimientos me demuestra que se encuentra nerviosa. Sin embargo, sus ojos son dulces, de un azul celeste etéreo que contrasta con su piel morena y esa corta cabellera pelirroja que la delata como normanda. Hay en su mirar un no sé qué de espanto o de misterio. O quizás sea simplemente que leo demasiadas novelas policíacas. De momento no hay otra persona, en este maremagnum humano, que me llame la atención. Pero la observo disimuladamente, retrepado como estoy tras las hojas del “Le Journal de París” sin hacer otra cosa que esperar cual va a ser su reacción que, tarde o temprano, la va a definir como un ser humano con emociones; unas emociones que, de momento, controla con demasiada exactitud. Cada vez estoy más convencido de que alguna inconfesable aventura la ha hecho llegar hasta aquí. O quizás sea cierto lo que dice Andrés. Que estoy demasiado involucrado en las lecturas de Simenon. La espera de acontecimientos se me hace pulsación trémula en el epicentro de mi dermis y estoy en perenne lucha con mi voluntad porque ¿no es cierto que a esta hora, en este momento, tenía yo que estar reunido con Teresa en el cafetín del Barrio Latino para terminar de solucionar nuestro eterno conflicto?. Entonces ¿qué hago aquí, sentado en el hall del hotel contemplando a esta belleza normanda sin ningún otro motivo que esperar el desencadenamiento de una hecatombe que no se produce por más que obseervo, minuciosamente, tras mis lentes, todos y cada uno de sus movimientos?. ¿Cómo va a tomar Teresa este descarado plantón que le he dado en pleno corazón de París después de haber esperado tres largos meses para la crucial entrevista?. No sé. No me hago preguntas. No busco respuestas. No estoy aturdido por la responsabilidad. Y no acierto a moverme de este puesto de observación que me ha sido elegido por el Destino. O quizás es que esté demasiado sumido en el ámbito de las novelas de ciencia ficción. Posiblemente Andrés tenga razón y yo sólo sea un neurótico sin remedio o un descarado sinvergüenza que lo único que busca, en esta vida, es adentrarse en las más absurdas ensoñaciones de la mítica aventura donde el amor no es más que el escondite para ocultar el poco ánimo que tengo por terminar con mis obligaciones contractuales. ¿Y qué voy a decir a Pierre cuando se entere que ni tan siquiera he comenzado con la primera línea del artículo sobre los monederos falsos de Gide?. No sé. No me hago admoniciones. No me someto a las reprensiones del ánimo acusador. Ni Pierre ni Teresa, por supuesto, tienen la culpa de que mi afán por descubrir secretos misteriosos me tenga ahora atornillado a una butaca de hotel donde el sosiego de la cotidianeidad se ha convertido en un delicioso vendaval de emociones donde he quedado atrapado sin más excusas. No tengo excusa. No busco excusa. Sólo espero… y el reloj parece meditar algo que se arpegia con mi descontrolado afán por verme siempre envuelto en las más estrepitosas aventuras de bellezas femeninas atrapadas en gigantescos líos de gángsteres escondiendo alhajas en abultados maletines, folletinescas aventuras de desventuradas chicas provincianas que vienen a la capital en busca de tortuosos romances con los condes y los duques de la alta sociedad, luciérnagas pasantías de tiempos colgados en los departamentos de lujosos trenes, bellas espías que guardan celosos mensajes cifrados en sus bolsos repletos de cosméticos y pintalabios… No sé. No me interpreto más allá de mi pérdida de responsabilidad y no me asumo como el conferencista que, hace ya más de media hora, tenía que haber tomado la decisión de dirigirme al Salón de las Artes Literarias para iniciar la charla sobre Dumas padre, Dumas hijo y El Conde de Montecristo.
Otro día en París
Dicen las noticias que la ciudad está bloqueada. Los accesos y las salidas de la capital se encuentran cerrados a cal y canto debido a las espesas y gruesas capas de hielo y nieve que hacen impoisble el tránsito vehicular en todas las direcciones; así que he determinado tomarme el asunto con la mayor tranquilidad posible y quedarme, otro día más, encerrado en el salón del hotel donde, ahora mismo, todo es una barahúnda de idas y venidas, con los mozos de los equipajes yendo de un lugar a otro sin acertar, definitivamente, con quienes dar prioridad en estos momentos de angustia general declarada.
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