Pirulo y Chocolín eran dos de los personajes más conocidos, popularmente, en todo Madrid capital. Residían, gran parte de su vida, en el Parque del Buen Retiro. Eran los preferidos por toda la chiquillería; la diferencia entre ambos consistía en que Pirulo era de carne y hueso, mientras que Chocolín era un personaje del guiñol de marionetas que arreaba estacazos de “toma y tente tieso” a todos los brujos malos que se enfrentaban contra él contando mentiras.
Entre los estacazos de Chocolín contra “los malos” y los tebeos de Pirulo (“no te lleves ningún tebeo porque te ve Dios y vas a ir al infierno”) pasábamos algunos momentos de nuestras vidas infantiles. Estar allí presentes, hacer acto de presencia en esos escenarios vivos y candentes del verano solariego y presenciar el paseo de las chavalillas por la Avenida Menéndez Pelayo mientras intentábamos distinguir entre la ideología de Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal, tenía hasta su morbo correspondiente.
Yo, en aquel entonces, no sabía lo que era la morbosidad pero supongo que consistiría en gozar cuando Chocolín repartia estopa a estacazo limpio o ver si se descuidaba Pirulo y podíamos birlar algún ejemplar de Jaimito y su compañía (Bolita, Tejeringo y hasta “El Barbas”) pero lo cierto era que, en la famosa Puerta de Granada del Retiro madrileño (Chocolín estaba mucho más dentro del Parque) nos llenábamos de fantasías bajo los rayos del sol en las tardes… aquellas tardes veraniegas… mientras comiamos pipas de girasol (los niños pudientes comían pipas de calabaza) al mismo tiempo que “devorábamos” las historietas.
Lo más morboso de todo aquello era saber que tendríamos que ir a confesarnos ante el cura por haber tenido “malos pensamientos”; cosa que, por supuesto, no hacíamos porque preferíamos ser futbolistas antes que penitentes.