Manuel Armayones
Podemos ir el sábado” recuerdo que le dije a Andrea cuando me comentó que debía comprarme algo de ropa para mi nuevo trabajo. Esas palabras retumbaban en mi mente junto al sonido de la explosión exterior, que parecía decirme al oído con un grito demoledor, que nuestras vidas iban a cambiar para siempre. Andrea entró rápidamente en el probador y nos abrazamos. Por el mismo miedo fuimos resbalando hacia el suelo y nos quedamos mucho tiempo abrazados en un probador en el que apenas cabíamos los dos; esperando para saber si nuestras vidas acabarían en cualquier momento o si podríamos seguir respirando, que quizás ya no viviendo, a partir de ese momento.
Fui el primero en levantarme y la ayudé a levantar a ella. Un extraño color anaranjado parecía teñir en cielo que podíamos ver a través de una de las cristaleras del centro comercial. La primera impresión que tuve es que a través de aquella luz naranja se veían otras explosiones sordas, como lejanas, como puntos que encendían durante unos instantes vidas para luego apagarlas.
Las aproximadamente cien personas que estábamos allí empezamos a sentir la necesidad de organizarnos después de una semana en la que cada uno iba sobreviviendo como podía en el centro comercial. Todos teníamos la certeza de que no volveríamos a salir y de que allí fuera se había acabado nuestro mundo, aunque extrañamente nadie lo decía. La luz amarilla lo cubría todo y no se veía apenas nada que estuviera más lejos de un metro allá fuera y sin embargo a todos nos embargada una sensación de paz y de quietud como nunca antes habíamos experimentado.
Hablábamos de eso sentados con la espalda apoyada en las estanterías del hipermercado que estaba dentro del centro comercial, con un bote de galletas abierto al azar y una botella de agua. Ya no había prisas, ya no había un luego, un mañana, ya todo era quietud.
Después del primer año la organización era ya muy eficiente. Los distintos profesionales que en el momento de la explosión estábamos en el centro nos habíamos ido haciendo cargo de las zonas que de manera natural nos correspondían. Yo controlaba la zona de papelería y ofrecía a todo el que quisiera bolígrafos, papel y material para escribir. Hacia de registrador y casi de notario y apuntaba en preciosas libretas todo cuanto merecía ser apuntado.
Un par de farmacéuticos y un médico se hicieron cargo de la farmacia y atendían a cualquiera que lo necesitaba.
Dos mecánicos que acababan de abrir una empresa en la ciudad y que el día de la explosión se habían acercado a ofrecer sus servicios al centro se encargaron de las zonas y tiendas de bricolaje y nos ayudaban a los demás a construir las zonas que utilizábamos para tener intimidad,poniendo tabiques, techos y esperando a que un par de montadores de muebles llevaran a cada rincón del centro comercial los muebles que se apilaban en los almacenes de las tiendas.
Andrea que era modista se hizo cargo de las tiendas de ropa y se encargaba de distribuirla y arreglarla a quién le hiciera falta. Le gustaba pasar las mañanas en el bar que había montado Paco que el día de la explosión libraba del bar en el que trabajaba fuera y se encontró siendo el gerente y único responsable de todos los que había dentro.
A Andrea y a mí nos casó Pepe Figal, un amigo que había pasado dos años en un seminario y era lo más parecido que había a un religioso. Al cabo de cuatro meses más nació David y mientras nos acercábamos a las vidrieras para que la luz anaranjada iluminase nuestros rostros en las fotos con nuestro hijo, a Andrea le pareció ver que algo se movía fuera. Hacia ya meses que algunos se habían aventurado a salir y aunque algunos no habían vuelto otros si lo habían hecho, para decirnos que allí fuera ya no había nada de lo que habíamos conocido.
Pero aquel día a Andrea le había parecido que algo se movía y durante varios días más estuvimos mirando todos por turnos y llegamos a la conclusión de que se intuían formas de personas en la distancia, parecían muchas y aunque se movían despacio tenían la rutina de la vida pegada a sus movimientos.
Andrea me dijo que tendríamos que salir a ver quienes o qué era aquello y yo, mirándola con dulzura recuerdo que le dije: “Podemos ir el sábado”.