Hay que remontarse al año de 1956 después de Jesucristo, cuando nació una princesa al otro lado del mar y en el centro de mi corazón, para, por una casualidad deportiva, conociera yo a San Mamés. Fútbol. En aquel principio de las chapas, teniendo que soportar las imposiciones despóticas ajenas a mi voluntad, es cuando comencé a tejer mi propia y diferente forma y manera de entender este juego. ¡Gol! ¿Cuál fue el primer gol que marqué en mi historia? Mi primer gol se pierde en la memoria de los tiempos heroicos de aquel sobrevivir en el patio escolar, un patio de vecinos donde cada pelotazo hacía saltar chispas de las paredes de ladrillo como a manera de disparos haciendo diana en las porterías señaladas con tiza.
Mi primer gol debió dejar su huella histórica, e imborrable, en alguno de mis disparos; algo así como John Wayne tiroteando a un objetivo más o menos indiscreto. ¡Gol! Tuve que aprender a sortear aquel laberinto de piernas infantiles sabiendo que el campo no sobrepasaba más allá de los diez metros cuadrados más o menos. Así es cómo aprendí a disparar con acierto y, como pistolero del “far west” a lo “Tambores lejanos”, ir alcanzando un liderato ajeno al déspota que había dañado a tantas ilusiones de compañeros inocentes o culpables pero compañeros al fin y al cabo. Eso es lo que esperaba la princesa que llegara yo a alcanzar.
Las chapas comenzaban con sus propias batallas y con las trampas que eran tan evidentes que yo no podía entender cómo ni B ni M no se diesen cuenta. En mi silencio, sin maldad alguna, se fraguaba la revolución del pequeño rebelde con causa más que justificada. Por eso soy futbolista desde que el primero de mis goles dejara su sello grabado en aquel patio de vecinos y que quizás algún fotógrafo escondido plasmó en color de sepia. Y es que aquel mi primer gol me afirmó como capitán mientras el dictador dejaba el patio lleno de inocentes frustraciones. El caso es que, en resumidas cuentas, para ser un verdadero capitán había que aprender de Agustin Gaínza Vicandi y esa era mi forma y manera de comenzar a jugar mientras Dwigth y Paco se daban un abrazo cordial.
Soy futbolista porque el Destino me guió desde la cuna de mi nacimiento, a orillas del Guadiana, a pensar en la princesa para iniciarme en mi Sueño inmortal. Ser pichichi, a la hora de la verdad, no era marcar más o menos goles o dar más o menos goles a mis compañeros, sino tener la suficiente inteligencia como para fabricar el fútbol de las fantasías fuera del laberinto de las piernas que te podían lesionar de por vida. Yo abría los espacios infinitos, en aquel pequeño recinto de, más o menos, diez metros cuadrados, donde jugar al fútbol con las pelotas era cuestión de saber desarrollar la técnica más adecuada para controlarlas, la estrategia más apropiada para pillar desprevenidos a los rivales y la táctica más sorprendente para vencer o vencer. Algo que muy pocos han sabido asimilar a tan corta edad mientras yo pensaba en cómo salir indemne aprovechando la distancia de los once metros (uno por cada uno de los componentes de un equipo completo) para aprovechar los penaltys y ser especialista en batir a porteros que parecían imbatibles. No era cuestión de violentos pelotazos sino de pelotazos bien dirigidos; dos cosas tan diferentes como estrellar la pelota en el pecho del guardameta rival o meterla lejos de sus alcances. Todavía sonrió al pensar en ello.
¡Gol! Mi primer gol suponía mi primer gran éxito ante la princesa de mis sentimientos. Por eso soy futbolista habiendo tenido que mantener la suficiente voluntad como para plasmar, con la imaginación de mis maniobras increíbles, aquellos toques de pelotas que a todos les dejaba desconcertados en un principio pero que, poco a poco, seguían siendo cada vez más llenos de magia blanca. Era la gloria de saber combinar el binomio de la soledad con la liberación. En medio de aquellos bosques de piernas que daban sin mirar a quiénes daban, yo disfrazaba mi presencia y abría el horizonte con pases de antología cuasi gitana o cuasi paya pero antología de poesía futbolera trazada en dibujos con Gamarra. En aquel patio de vecinos mis piernas eran la representación que Dios estaba esperando para acompañar su Misterio deportivo. Sí. Dios sabe cuáles fueron mis esfuerzos por pasar inadvertido para estar presente allí donde la victoria me llamaba para alcanzar el triunfo. Pelotas de goma y una gran intuición mental para saber controlarlas antes de que llegaran los balones.
¿Cómo ser un dominador de balones como sucede con todos los capitanes al estilo Gaínza? Cuando aprendes a tocar las pelotas en corto, a media distancia o a larga dirección, los balones son mucho más fáciles de controlar. Cuando aprendes esta manera de tocar las pelotas, de goma por supuesto, todos los ojeadores de los grandes clubes se santiguan como esperando el milagro de lo imposible. Era imposible que yo fuera un profesional porque me encantaba jugar al fútbol hasta el límite de lo inimaginable pero no para hipotecarlo bajo las obligaciones que limitan a los profesionales a los caprichos de las órdenes que se les da. Yo no. Yo no podría haber resistido una afición transformada en una obligación. Así que decidí no presentarme a ninguna cita profesional.
Después de cada gol marcado o de cada gol regalado a alguno de mis compañeros de equipo (amigos o enemigos fuera de la cancha y que Dios perdone a los traidores) yo dormía profundamente pensando noche tras noche: “Quiero ver mañana la misma Luz que hoy he visto”. Y al día siguiente, a la misma hora, yo seguía marcando el ritmo del fútbol que salía desde el interior de mi alma.