La excelencia educativa se alcanza con profesionales de calidad que apuestan por el ‘éxito escolar’.
En la fiesta de fin de curso de un centro de enseñanza primaria se eligieron “oradores” entre los mismos escolares. Una niña de 7 años escogió este tema para su disertación: “Primer curso y lo que allí podemos esperar”. En sus sentidas y sencillas palabras sólo destacaba la presencia de una maestra que les quería a ella y a sus condiscípulos como una madre, y que además les enseñaba cada día cosas interesantes y divertidas. Los ojos acuosos de los adultos allí reunidos, profesorado y familias, demostraron que jamás habíamos escuchado una mejor definición de la docencia verdadera.
El profesorado, en los niveles preparatorios para la universidad o la formación profesional, debe actuar en toda ocasión más como inteligentes educadores de personas, que como celosos guardianes de sus asignaturas. El alumnado infantil y juvenil es la materia humana más frágil y evolutiva que existe. El profesorado de calidad, individual y colectivamente, sabe sopesar el valor relativo de cualquier materia curricular cuando ello implica transmitir la condición de fracasado a alguien cuyo porvenir está por escribirse. ¿Acaso aún quedan profesores que realmente creen que unos temas suspendidos en un programa académico pesan más que “abrir el futuro” a niños o adolescentes?
Quizá el personaje histórico más famoso que haya colaborado en la formación de enseñantes fue Robert Frost. En su primera clase a educadores les asignó la tarea de leer un breve cuento de Marx Twain, La rana saltadora del Condado de Calaveras. Relata la historia de un compulsivo jugador que perdió una apuesta porque a su batracio adiestrado en saltos lo habían lastrado con perdigones. Cuando el mejor poeta estadounidense del siglo XX se reunió nuevamente con los pedagogos, éstos le preguntaron perplejos qué relación concurría entre la narración y la docencia. Frost, quien suscribió la cita “Amamos a quienes amamos por lo que son”, explicó literalmente: “Los maestros se dividen en dos clases: Aquellos que llenan a sus alumnos con tanta munición que no pueden moverse; y aquellos que dan a los estudiantes apenas un leve empujón que los hace saltar hasta el firmamento”.
El profesorado trabaja para la eternidad: nadie puede decir dónde acaba su influencia. Su misión es despejar el camino del alumnado, nunca poner obstáculos a su progresión. Alejandro Casona, el genial educador e ilustre dramaturgo, señaló que “Un buen profesor debe parecerse lo más posible a un mal estudiante”. Lo seguro es que el buen profesorado se solidariza con el mal alumnado, a quien muy especialmente debe proteger, animar, orientar e inspirar.
Mikel Agirregabiria Agirre. Educador
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