La miré. Me miró. Nos miramos. Quise decirle muchas cosas. Eramos dos solitarios de la noche enquistados en un segundo de inseguridad y jugando a contarnos dulces mentiras. Izamos la copa en una mutua acción de connivencia. Pero nuestro silencio era cada vez más grande y allí, en el centro del bar, haciendo esquina con nuestras soledades, los dos éramos náufragos en medio de todo los demás que se habían convertido en un hondo murmullo de voces que ahogaban nuestros requerimientos. Hasta que sonó la hora y me fui con la sensación amarga de la derrota por no haberla dicho tantas cosas como eran necesarias decir en aquel momento. Después volví arrepentido pero ella ya no estaba allí. Y tomé otra copa. No para recordarla ni tampoco para olvidarla, sino para no pensar más. No sé. Quizás fue mejor así, sin más complicación que ese profundo anhelo de besarla en la boca.