La muchacha caminó sin titubear hasta su lado.
—Te estuve mirando nadar. Tú eres Néstor, ¿no? Yo soy Sofía.
—Mucho gusto. Tú eres la novia de Nico, ¿verdad?
Ella se rió pero no contestó. Su rostro era muy hermoso, y su cuerpo, sinuoso y tallado.
Las furtivas miradas de Néstor habían ya intuido el sentido de esas delgadeces y esos espesores y, en ese trance, esta vez, una víbora fugaz acalambró su espina dorsal desde su occipucio hasta la ínfima radicación sacra. Un ansia de profundidad y palpitación reptó por sus muslos e hizo nido en la copa de ese árbol interior que había crecido inmune a las imágenes de grandeza o a las éticas. El núcleo profundo de aquel dosel dividía la luz y las tinieblas en un escondrijo sin fondo, donde, cual en un Hueco Negro, penetraban sin sosiego los moluscos del mar, las tutumas frescas y los panales montados en las alas de una abeja reina.
—¿No piensas entrar al agua?
—Me encantaría, pero no puedo.
—¿No sabes nadar?
—Sí, pero hay días en que las mujeres no podemos hacerlo.
Lo miró fijamente.
Y fue él quien se ruborizó. Su cintura era fina y curva como la hoja de una daga, su piel roía miradas en las que la codicia brillaba como la baba de los caracoles errantes. Sus pies tenían alas y semejaban los de un acróbata sin noción de suelo, y su pecho era plano como la panza de un lagarto adormecido por el hambre. Pero ahora caminaba como un niño desacostumbrado a andar descalzo en la arena, se detenía a momentos y se volvía como si alguien lo siguiera, quizá esperaba esto o simplemente permitía que su trauma lo acariciara.
Al lado del lago, miraba el rostro de ese condiscípulo que le había llorado por días para que ambos fueran juntos al bosque, se echaran al lago y nadaran, mirados por las adolescentes del balneario, entre las que estaba aquella muchacha delgada, con nombre de serafina y mirada loca. La misma que le tendería aquella trampa que ahora lo hacía huir y esconderse de toda sombra que tocara la suya en cualquier atardecer.
—Te has puesto colorado. ¿Es por lo que te dije o por la forma en que te miro?
—No lo sé. Quizá por la dos cosas.
—Es porque soy un poco mayor que tú. Eso es todo. ¿Crees que te gusto?
—Eres muy linda.
—¿Sí?
—Claro. Pero no debo decirte eso. Eres la novia de…
—Eso no me importa. Mira. ¿Te gustaría estar conmigo a solas?
—¿Qué?
—Puedo hacer muchas cosas contigo, si eso te provoca. No soy ninguna loca, pero tú me gustas mucho.
Ya no recordaba su nombre, aunque sí aquella primera y última borrachera en la que él transitó por los caminos que ahora intentaba rescatar en el campo iluminado de su conciencia acostumbrada al silencio. Las heridas no fueron lo peor de aquella historia, no al menos las físicas que tuvieron su tiempo para cicatrizar. Pero sí el no haber entendido que esa forma de amor podía ser tan letal y corrosiva, tan desesperadamente destructiva de cualquier sentido de amistad y de respeto.
—¿Qué dices?
—Eres muy hermosa y también osada. ¿Acaso no te importa tu novio?
—¿Quieres que te lo explique tranquilamente?
—No sé. Quizá.
—¿Vendrías a mi casa esta tarde? Ya sabes dónde queda. Ven solo. Te estaré esperando.
Néstor se echó al agua. Allá estaba Nico, entretenido con los botes. Nadó hasta él con ganas de decirle todo ese asunto que se traía Sofía. Había algo que lo detenía, sin embargo. Era como un sueño que empezaba con una promesa de belleza y goces irrenunciables. A fin de cuentas, él no era propiamente su amigo. Y ¿quién sabe si eran realmente novios? Llegó a su lado, pero volvió a nadar hacia el punto de partida. Allí estaba ella, mirándolo con una sonrisa que no podía entender. Un zumbido vibró en el centro de su torso. Era la señal. Estaba en manos de ella. Su bosque interior estaba azotado por los vientos de esa aventurera. ¿Iría a verla esta tarde? ¿Sería capaz de esa traición?
—Si vienes, te daré algo que nadie ha tenido de mí. Te lo juro: serás dichoso.
Fue demasiado. Se hundió y quiso desaparecer en el fondo lodoso del lago. Buceó como una nutria enloquecida, hasta que pensó que estaba suficientemente lejos. No lo estaba. Ella flotaba a su lado.
—Dijiste que no podías…
—Sólo quería azorarte con el tema. Estoy perfectamente bien.
Estaba casi sin aire.
Ella se deslizaba como una sirena perfecta.
No podría alcanzarla. Se detuvo.
Ella empezó a dar vueltas alrededor de él. Los giros eran rápidos y cada vez más cercanos. Era una amazona que nadaba con gran energía. Su cuerpo empezó a rozar el de él, sin salir del agua. Y el torbellino creado por la moza amenazaba con engullirlo hacia su eje.
Una inspiración se agolpó en su mente. Uno de aquellos versos que siempre había querido escribir pero no se atrevía. Esto era, en cambio, real y mucho más audaz. Dejó de pensar del todo. Estaba hundiéndose. Y sus ojos abiertos miraban los colores de los peces que jugueteaban entre los corales. ¿Corales? No podía ser. Pero era. Era lo que estaba ante sus ojos o muy dentro de su mente. Allí estaba ella, desnuda y blanca como la arena. Y su cuerpo estaba conectado al suyo por un garfio que semejaba un tentáculo ineludible. Nunca supo con certeza si aquello había sido una alucinación.
Esa tarde, tras grandes dudas, Néstor caminó de nuevo hacia el vecindario del lago. Miró la alta casa rosada, de muros surcados por los sarmientos. Allí, a un lado del gran balcón, lo miraba Sofía, con incredulidad. Él se detuvo, y ella desapareció del balcón. Un minuto después, la puerta se abrió, y en su vano apareció esa espigada figura ahora entallada en una breve falda que repujaba su piel y una blusa negra en la que una gran rosa bordada en amarillo brillaba como un farol.
Una vez dentro, no hablaron mucho. Se sentaron a una barra.
Ella sirvió unas copas, y empezaron a beber.
Néstor no supo en qué momento fue tragado por ese vacío negro que le obnubiló la conciencia.
Cuando despertó, estaba de bruces, desnudo y amarrado a una mesa quirúrgica, rodeado de cirujanos. Varias secciones de su cuerpo estaban insensibilizadas. Quiso mover sus brazos, pero estaban atados a unas láminas duras, y acribillados de jeringas y tubos. Un sabor áspero le raspó la lengua y el paladar. Quiso decir algo, pero no tenía voz. Y el esfuerzo de abrir los labios le produjo un dolor en éstos. Estaban surcados de heridas, al igual que las otras partes de su cuerpo.
Una de las personas vestidas de verde le tocó la frente y, con voz de mujer, empezó a decirle algo que no entendió hasta que se lo repitió varias veces.
—¿Sabes quién te hizo esto, criatura?
En ese momento, sintió su árbol interior desguarnecido de hojas y sin sus frutos rojos y dorados. Un dolor más grande que su alma le penetró por la ínfima radicación sacra de su espina dorsal, voló como un rayo por toda su columna, traspasó la oquedad de su occipucio y se regodeó en su cerebro como un pulpo invasor.
Ahora, años después, seguía haciendo esfuerzos para recordar aquello, pero nunca lo lograba. Lo único que quedaba en su conciencia era que nunca más había vuelto ni volvería a aquel balneario. Y la imagen de aquella bella muchacha se borró de su mente con la misma lentitud con que desaparecieron las heridas de su cuerpo.
Ahora, ese espanto incomprendido lo hacía huir y esconderse de toda sombra que tocara la suya en cualquier atardecer. Lo hacía detenerse a momentos y volverse como si alguien lo siguiera. ¿Esperaba esto o simplemente permitía que su trauma lo acariciara?
Carlos, me dejaste enmudecida ante tanta maestría. El relato es merecedor de varias lecturas más.
Gracias!
!Olé y verdadero!.