Aquella Navidad se presentó agridulce. En medio de la gran y fingida felicidad de muchos, se traslucía el triste gris de los artificial. El cielo, oscuro y plomizo, no calentaba la atmósfera y el sol parecía mirar como los tuertos.
Los comerciantes de setas, por el sentido mimético de la sociedad, se habían enriquecido y querían, a toda costa, continuar haciendo sus negocios. A tanto había llegado la popularidad de la película “Setamor” que los niños portaban, en sus manos, globos-setas cubiertos de papel plateado. Globos-setas que hacían aún más grotesco aquel carnaval navideño de setas y disloques.
Algunos de aquellos globos se escapaban de las manos inocentes y, olvidándose de los sollozos que dejaban abajo, buscaban su libertad.
Todo era un negocio. Todo, aquel año, era una negación de lo natural. Aquel año parecía una excepción y por eso aquella Navidad se presentaba agridulce en medio de la gran y fingida felicidad. Todos comían setas y portaban globos-setas sólo “porque sí”.
Las calles estaban repletas de gentes que deambulaban comprando el alimento de moda para la noche: setas con nata. A todo eso había llegado aquella extraña locura de las gentes consideradas normales.
Y los niños con sus globos-setas… atenazando las ilusiones infantiles a una falsa noria plateadamente publicitaria.
En la lujosa residencia todo era distinto. Aislados de la gente, sus habitantes no entendían más allá de lo que veían por la televisión. Y la mañana trancurría con los mismos destellos vitales de siempre. Era la cordura de los diferentes. Se podría decir que aquellos seres humanos estaban más vivos que los de afuera y que se sujetaban más a la vida que los pululantes transéuntes de las calles.
– Hoy estoy super… -decía el pelirrojo al joven licenciado.
– Super… ¿qué?.
– ¡Supercontento!. ¡Supercontento!.
– Quizás es que hoy has logrado alguna de tus metas femeninas… ¿o no?.
– Pues no… ¡pero como que sí!.
– ¿Y eso cómo me lo explicas?.
– Tu amiguita… tu amiguita… ¡se ha escapado… se ha escapado… se ha escapado!.
El joven licenciado no contestó.
– ¿Qué te parece?. Yo me alegro. Ni para ti ni para mí. ¿Qué te parece?.
– Que eres un pobre hombre.
– Sí… sí… pero… ¡se ha escapado, se ha escapado!.
Y se fue con risa de imbécil.
El joven licenciado miró a la tapia. Sí. Por aquella rama del seco árbol había trepado la jovencísima morena para escapar. Y quedó mirando al imaginado horizonte.
Sentado entre los arbustos se acordó de ella. Siempre se acordaba de ella. Por eso grabó en su mente su eterno penúltimo poema.
Al alba…
Sueños que despiertan,
cerebro de la magia
y en medio del espacio
una perenne nostalgia
que cabalga
a lomos de un proyecto
que me embarga.
¡Y vuelo!.
Y bajo el poder de mis alas
me pierdo
en el bosque de las hayas
y sueño…
¡gnomos!, ¡duendes!, ¡musas!, ¡hadas!.
¡Mil fuentes de colorines
que dejan brotar sus aguas
y hacen crecer jazmines
en las paredes del alma!.
Aquella tarde fue triste. Triste para el joven licenciado. Triste para toda la residencia. Triste para la Navidad. Llovía y, al parecer, no dejaría de llover en todo el día. Por eso estaban todos los residentes reunidos en la sala grande, al calor de las mutuas conversaciones.
– ¡Qué pena! -exclamaba el muchacho atractivo- ¡Con lo bien que estaba!.
– ¡Era una pelandusca buscona! -remachaba la chica gorda.
– ¿Qué más dará? -interrogaba la rubia.
– No da lo mismo -reincidía el muchacho atractivo- era la luz de la residencia…
– Y las demás ¿qué somos, eh? -se le dirigió, furibunda, la hermosa rubia.
– Lucecitas al lado de ella.
– ¡De eso nada! -protestaba la chica gorda.
– ¡Dios mío… Dios mío… qué loca está la juventud! -señalaba la anciana vestida de negro.
– ¡Déjales!. ¡Son jóvenes! -le respondía, como siempre, la anciana vestida de blanco.
– ¡Es normal! -intervino el maduro canoso- ¿Qué iba a hacer rodeada por todos nosotros?.
– Era una gran chavala -señalaba el silencioso mirando al joven licenciado- lo que pasa es que tuvo miedo…
– No tuvo miedo. Es una mujer valiente que ha buscado su libertad.
– ¿Por qué es una valiente, dí, por qué es una valiente? -rezongó el pelirrojo.
– No te lo voy a explicar porque eres un necio.
La respuesta fue cortada por el altavoz.
– ¡Suban a cenar por favor!. ¡Por favor suban a cenar!.
La cena tanscurría monótona. Era la primera vez que aquella reunión de comensales no chirriaba. Sólo en medio de todo el salón se le oía al silencioso, ¡por fin hablaba en voz alta el silencioso!, comentando con el joven licenciado.
– ¡No lo entiendo!.
– Lo importante no es entender sino comprender. Entender es fácil pero para comprender hay que ser muy honrado y muy hondo consigo mismo.
– ¡Pues sigo sin entenderlo!. ¿Qué quieres que te diga?.
– No me digas nada… pero piensa en los siguiente: la verdadera sabiduría no está en la boca del que habla sino en el corazón del que escucha. El entendimiento es fácil de alcanzar; sólo consiste en hacer un mínimo esfuerzo externo. Pero la comprensión es más profunda. Está en el interior de todos nosotros y ahí radica el verdadero valor de lo trascendente. Si quieres creer en algo más que en ti, comienza por creer primero en ti. No es malo permanecer silencioso como tú, pero… no siempre… amigo… no siempre. Hay veces que es necesario salir a la luz.
– Entonces… ¿eso quiere decir que la jovencísima morena que antes estaba con nosotros ha escapado a la luz?.
– No ha escapado. Ha salido a la luz.
– O sea, que esto es una forma de “agujero negro”… ¿no es eso?.
– No exactamente una forma de “agujero negro” sino un real “agujero negro”.
– ¡Pues yo siempre me resistiré a hablar con todos estos! -y el silencioso señalaba, en voz alta y girando el dedo índice derecho en circular, a todos los que permanecían mudos en sus asientos.
El pelirrojo sintió un profundo desprecio hacia sí mismo. El muchacho atractivo se notó acabado y sin encanto. El director de banca veía que, por primera vez, su vida y no su dinero equivalía a felicidad. El elegante pensó ¿qué poco vale esta mi piel de telaraña?. El robusto policía pareció empequeñecer e hizo como que se le caía la cuchara y, tirándola disimuladamente al suelo, permaneció un largo rato bajo la mesa. El cocainómano deseaba agua en lugar de cocacola. El pequeño de los pies zambos no escupía, por primera vez, el tropezón de ajo que se le deglutía en la garganta. El canoso maduro no encontró fundamento alguno para seguir cenando y se levantó para dirigirse a su habitación. Derrota era, por primera vez, un significado rotundo en su pensamiento. La rubia quiso ser morena. La ninfómana quiso ser impotente. La chica gorda quiso ser sílfide. La anciana vestida de negro quiso vestirse de blanco nupcial. La anciana vestida de blanco quiso lucir vestido de luto… y el resto de los comensales sólo se sentían nada.
– Tendrás que hacerlo…
– ¿Por qué?.
– Porque un día te necesitarán.
– ¿A quién?. ¿A mí?. Yo no tengo nada que comunicar al resto de la humanidad.
– Tendrás que descubrirte y comunicarles tu mensaje.
– ¿Qué tengo que descubrir yo, que ya me siento acabado?. ¡He experimentado tanto y he visto tantas cosas en este mundo que lo único que me ha quedado ha sido el silencio!.
– Tendrás que descubrir ese silencio y lanzar el grito. Tú conocerás muchas cosas pero, quizás, no has descubierto nada hasta ahora. Es la hora de que descubras el porqué de tu silencio. En ese porqué está el mensaje.
El silencioso bajó la voz.
– No había pensado nunca en eso. Es posible que lleves razón. Pero me siento incapaz…
– Te sientes incapaz pero no lo eres.
– Pero… ¡¡quieres decirme cómo voy a descubrir ese mensaje!! -chilló, nervioso y fuera de sí, el silencioso.
– Chisss… baja la voz. No te inquietes. Verás… descubrir el mensaje sólo consiste en dejar que tu silencio se haga palabra.
– ¿Dónde? -habló, ya pausado, el silencioso.
– En el fondo de tu interior. Y de allí brotará sin que tengas que esforzarte. Es fácil. Primero piensa con tu mente puesta en la palabra, luego interiorízala con el alma en tu interior y después sácala a la luz a través de tus labios. Pero no olvides poner siempre, en todo ello, y por delante, al corazón.
– ¿Y por quién empiezo? -inquirió interesado y ya dispuesto a hacerlo, el silencioso.
– Por aquel que se ha levantado y se ha ido. Si notas su verdad sabrás que se siente derrotado. Se siente envilecido. Levántale. Búscale. Dirígele tu palabra. Te necesita más que nadie.
Y el silencioso se levantó, raudo, de la mesa y, en medio de la general expectación, fue en busca del maduro canoso. Necesitaba decirle algo impresionante. Necesitaba decirle que la derrota no existe si uno valora sus límites y los acepta. El silencioso había descubierto que la medida de la felicidad no reside “en lo otro” sino “en lo propio”. Quería comunicarle un mensaje de optimismo. Ese mensaje que siempre había ocultado con su silencio y que el joven licenciado le había enseñado a descubrir.
Aquella noche todos los residentes decidieron reunirse en la sala antes de ir a dormir. Desconocían quien era el joven licenciado. Todos menos uno. Se iban a reunir una vez que el silencioso y el maduro canoso habían bajado tras tener una charla en privado. Al director de banca le dieron un tiempo extra para terminar su cena pues estaba fuertemente impresionado y se retrasó en comer.
Ahora el que callaba era el joven licenciado mientras los demás alborotaban sus existencias con conversaciones de todo tipo. Un especial optimismo se había extendido por aquel original “mundo”.
En un momento determinado entró en la sala la recepcionista y se dirigió al que permanecía callado.
– Han venido a buscarte.
– Me lo imaginaba -respondió el joven licenciado.
– ¿Cómo has dicho?.
– Que me imaginaba esta situación. Ahí los tienes. Todos llevan en su interior algo que comunicar. Son como tú y como todos los demás. Receptores de mensajes. Unos receptores que ahora sí tienen qué expresar.