setamor (Novela) Capítulo 3.

Aquel jueves la lluvia era continua. El cielo, gris plomizo, oscurecía el ambiente. Los automóviles chapoteban las calzadas. La noche anterior había sido profundamente fría; propia, más bien, de un crudo invierno. Al atardecer la lluvia había amainado, pero las gotas seguían cayendo, a intervalos, sobre la ciudad. Era un atardecer triste. La prometida había intentado localizar al joven licenciado pero éste, olvidándose de la cita, encaminó sus pasos hacia la vieja taberna. Vestía la misma gabardina de los dos días anteriores y, debajo, un grueso jersey de color ceniza se complementaba con los vaqueros que, normalmente, constituía prenda fija para él.

Aquella tarde la vieja taberna se encontraba cerrada. Cuando el joven licenciado miró, extrañado, al interior, descubrió las luces apagadas. Nadie se hallaba dentro y entonces, al mirar la vieja y rojiza madera de la puerta, reparó que alguien había pegado un papel sobre ella. Era un poema. Lo leyó.

El tiempo disfrazado de ansia
convierte la existencia
en canción eterna.
El lamento débil
atruena la escena.

Quiere morir una estrella
bajo el sueño tembloroso
en la vieja taberna.

La luz ovoide, en tinieblas,
rodea el acordeón
que descansa sus penas.

El vino, que a veces quema,
se engarza en el recuerdo
de un triste poema.

Y en la taberna,
junto al reloj sin cuerda,
la imagen del silencio
sobre las paredes cuelga.

Cuando terminó su lectura una sensación triste recorrió su cuerpo. Era costumbre que, a veces, alguno de los poetas que acudían a la vieja taberna, pegara un papel, con versos, en la puerta de madera. Pero siempre se hacía cuando el local estaba abierto. Y servía para que los asiduos hablasen de su contenido; aunque nadie indagaba sobre el autor. Pero aquella tarde la vieja taberna estaba cerrada, vacia y triste…

Estuvo unos minutos releyendo el poema y pensando. En esta actitud estaba cuando una mano femenina se posó en su hombro derecho. Se volvió. Junto a él la muchacha del teatro, vestida con jersey verde y pantalón vaquero blanco, aparecía con los ojos aun brillantes por anteriores lágrimas. Le saludó.

– Hola… estaba esperándote -y su voz surgió, entre trémula y asustada, de un interior que para el joven licenciado era desconocido.

– ¿Qué ocurre?. ¿Por qué has estado llorando?.

– El anciano poeta extranjero… ha muerto.

Un nudo feroz atornilló el pecho del joven licenciado. Sus manos, asidas a los brazos de la muchacha del teatro, temblaron agitadamente. Quiso preguntar, pero las palabras se deshicieron en su garganta.

– Ven… -dijo la muchacha del teatro- todos se han ido al campo… Si nos damos prisa llegaremos a tiempo… Por el camino te contaré…

El joven licenciado, sin soltar uno de los brazos de ella, se movió como un autómata. La otra mano caía, falta de energía, a lo largo de su cuerpo. Algo así como un trallazo le había sacudido en el cerebro.

Caminaban lentamente pero con cierta prisa.

– Fue anoche… el anciano poeta extranjero había dicho que no le esperasen para dormir… prefería hacerlo en uno de los jardines de la ciudad… ya sabes que hizo un frío espantoso… Por eso, hoy… al llegar el nuevo día… lo han encontrado muerto… muerto por congelación…

El joven licenciado no preguntaba. Con la mirada húmeda perdida en el horizonte escuchaba el relato de la muchacha del teatro. Su mano izquierda seguía, agarrotada, en el brazo derecho de ella.

– Le ha descubierto uno de nuestros amigos… En el bolsillo de su chaqueta han encontrado un poema… Por eso se han ido todos al campo…

Allá, en las afueras de la ciudad, gentes del teatro, la poesía y la farándula, formaban un grupo. En medio de ellos yacía, cubierto con diversas ropas, el cuerpo del anciano poeta extranjero. Todos llevaban alguna prenda verde o, al menos, algún objeto de ese color. Cuando la pareja llegó hasta ellos vieron que alguien se había encargado de abrir una zanja en el suelo.

– Hola amigo… llegas a tiempo… le vamos a enterrar… hemos descubierto un poema en el bolsillo de su chaqueta… léelo… en voz alta…

El joven licenciado tomó el papel. Su voz, metálica, sin apenas energía, resonó en medio del grupo.

A flor de tierra, amante, entiérrame.
Que siga reflejándose en mis ojos
el atardecer lejano del Oriente
tamizando eternamente color rojo.

A flor de tierra, amante, entiérrame.
Y arrójame semillas amarillas
para que, pasado el tiempo, se produzcan
las flores que me sirvan de sombrilla.

A flor de tierra, amante, entiérrame.
Y cuando ya mis huesos sean menguados
riégalos en acción rotunda y dulce,
con los pétalos de mil liros morados.

Y entre el rojo del atardecer,
el amarillo de los girasoles
y el morado de los lirios,
enamorado ha de ser,
descansando entre las flores,
por los siglos de los siglos.

Quedó, luego, callado. Una de las prostitutas se le acercó y enrolló, en su cuello, un pañuelo verde.

Estaban todos. Sólo uno se encontraba ausente. El mozo acompañante del anciano poeta extranjero no se enocntraba allí. Decepcionado porque no había podido alcanzar el dinero de la posible herencia, no acudió al entierro. Cuando se enteró de la noticia soltó una palabra insolente y se marchó. Todos sabían que no era un bohemio y a nadie le importó su ausencia. Nunca se sabría, jamás, si la leyenda del dinero depositado en un Banco era cierta o falsa. A nadie le importaba pensar en ello. El que sí estaba, mezclado entre todos, era el fiel perrillo blanco y negro que había sido compañero del poeta. Le había hecho compañía por todos los caminos. Gemía lastimosamente y, cuando cubrieron el cuerpo con la arena, estuvo husmeando sobre ella. A veces se tumbaba al lado y con la cabeza pegada al suelo seguía lanzando entrecortados gemidos.

Una de las prostitutas habló entonces.

Pero lo nuestro es pasar
como va pasando el viento
por el camino del tiempo.
Pero lo nuestro es pasar…

Somos como aquella flor
que, una vez libre de espinos,
su canción canta a los pinos.
Somos como aquella flor.

Como el río que va hacia el mar
y, mezclandose en las olas,
su sangre quiere bañar.

El tiempo es eterno andar
y los cielos son las horas
pero lo nuestro es pasar…

– Me lo enseñó y lo he aprendido de memoria.

Y luego plantó un esqueje de geranios sobre la arena que cubría el cuerpo del poeta.

– Vámonos… -dijo alguien.

Todos arrojaron sus prendas verdes. También fueron cayendo diversos tipos de flores. La muchacha del teatro agarró al joven licenciado por el hombro derecho.

– Vente a mi casa… allí podrás descansar…

Pero el joven licenciado no se movió.

– Déjame un momento solo, por favor… márchate con los demás… luego iré yo… Diles que abran la vieja taberna… Que se emborrachen… Que canten… Que brillen en sus pupilas las estrellas de la noche…

Todos le hicieron caso. Él se tumbó junto a las prendas verdes y las flores, con la mirada fija en las negras nubes. A su lado se acurrucó el perrillo blanco y negro.

Pasó, aproximadamente, un cuarto de hora y descubrió que era el cuarto de hora de amor al cual se refería la prostituta de la noche anterior. Y entonces el joven licenciado determinó marcharse a la vieja taberna. Le costó mucho esfuerzo arrancar al perrillo de aquel sitio pero, con caricias, se lo consiguió llevar.

Aunque encaminó sus pasos hacia el local de la vieja puerta de madera pintada de rojo, cambió de dirección, tomó la llave de la buhardilla que le había ofrecido el anciano poeta extranjero y se dirigió hacia ella.

Al llegar quedó, por un momento, pensativo ante el portal. Subió rápidamente y, abriendo la puerta con la llave, entró en su interior. Tomó una botella de vino, con dos cañas en el tapón de corcho, que se encontraba en una mesilla, al lado del camastro, y empezó a beber algunos largos y profundos tragos. Luego se tumbó sobre el camastro. Serían ya las nueve de la noche. El fiel perrillo blanco y negro se enroscó en el suelo, junto a él, y entornó los ojos. La mano izquierda del joven acarició el blando cuerpo. Llenó la pipa de tabaco y la encendió. Los recuerdos se expandían por la buhardilla y terminaban por enroscarse en la espumosa capa de seda que cubría al perrillo blanco y negro. Mientras le acariciaba bailaban sus sentidos en el algodón de la presencia del fiel amigo.

Entonces fue cuando se acordó del jardín. Recordó los tiempos en que, solo o acompañado, se tumbaba en el florido suelo. Lo conocía como “el jardín de la esperanza”. Estaba situado a escasos metros de la buhardilla y, muchas veces, había filosofado allí, entremezclado con grupos bohemios y con el vino circulando de mano en mano.

Se levantó lentamente. El perro seguía dormitando junto al camastro. El joven licenciado cerró, suavemente, la puerta. No se había quitado la gabardina y, subiéndose las solapas, se dirigió hacia el cercano jardín. Descubrió que el pañuelo verde aún seguía enroscado en su cuello. No llovía. El aire seguía siendo fresco. La botella, medio vacía, se encontraba el bolsillo derecho de la gabardina.

Al llegar al jardín caminó entre la arboleda. A su mente acudió el recuerdo de aquel día en que, domingo por la mañana, permaneció sentado en uno de los bancos mientras los niños jugueteaban y corrían en medio de balbuceantes palabras. Algunos caían y sus madres o sus padres se apresuraban a levantarlos. En otros bancos, bajo el sol, grupos de ancianos y ancianas secaban sus tristezas.

Aquella noche respetó los escasos espacios verdes que aún quedaban en el jardín. Se sentó en el suelo, entre un añejo árbol y unos pequeños y enmarañados arbustos.

“Hay un almendro invisible en cualquier rincón del parque. Sus flores blancas han caído redondas… yo las recojo porque una flor caida es como un deseo perdido de felicidad”. Aquella frase la citó, en una ocasión, uno de sus compañeros de estudios. Aquel que, en una de las múltiples manifestaciones efectuadas por los estudiantes en su lucha por las libertades humanas, había caído ante la bala disparada por alguien a quien jamás se le enjuició.

Sacó la botella de vino. Bebió un largo trago y musitó.

A ti que has caído por nosotros…
A ti que buscaste quizás la Utopía
y llenaste de Idealismo los jardines…
A ti se dirije sin recelo la alegría
del vivir soñando con los cielos
repletos y cargados de agonía.

A ti que luchaste por tu Pueblo
y perdiste la luz en ese día
en que diste la vida por los otros…
a ti se dirije el habla mía
llenando los espacios de tu aliento
con las horas cuajadas de Poesía.

Elevó la botella, brindó a las alturas y dejó caer el chorro de vino. Se le llenó la boca y, antes de tragar, un hilillo del rojo líquido serpenteó por la arena.

Entonces recordó que el anciano poeta extranjero había introducido, en el bolsillo izquierdo de su gabardina, un sobre. Llevó la mano a su interior, lo palpó y, sacándolo fuera, lo contempló a la luz de la cercana farola.

En el exterior del sobre se leia: “A mi querido joven licenciado”. En su interior
había otro poema:

No somos como pensamos.
Cada dia, de improviso,
cambiamos…

Ningún espejo refleja nuestra cara.
Cada hora, cada instante,
depertamos
y somos un nuevo enigma
caminante…

Vamos siempre
y nunca
repetimos pisadas.
Nuestra mirada busca
el sueño pensado,
pero somos un breve lamento
sin podernos detener.

Así es el mundo
y así es la vida;
sólo vivimos en la trampa
siempre repetida
del instante fugaz.

Viajamos sin la paz.

Somos el tren que, marchando,
pasa por un puente
de silencios, amarrados
a un sueño sin presente.

Toda nuestra vida
es sólo una tarde
pendiente
tan lejana como puede ser
la noche.
Tan corriente…

Y en esa tarde
estáis todos tan lejos
que no podems cruzar
palabras de consuelo
o miradas
o tumbarnos en el suelo
con las manos enlazadas.

Y esa sonrisa que casi
se nos ha perdido
sigue siendo solo
el humo del regreso,
el polvo del camino,
el eco leve y tenso…

Estamos tan lejanos
que no nos queda tiempo
para regresar.

Lo nuestro es pasar…

Y me duele como nunca
tener que conservar
tristemente en la memoria
lo inútil de nuestra historia.

Derrota…
Tras una bancarrota
dejamos de existir.

En nuestro vivir
hemos perdido la batalla
porque fuimos levantando
trozos y más trozos
de la tarde
y luego, al resurgir,
no eran de nadie.

Nuestra mesa común
está vacia,
se nos han perdido los vasos…
y la mercancía
sólo son viejos trapos
al viento,
al aire,
al sentimietno
de una triste tarde.

La tarde está perdida.
Que nadie entre ni salga
por la puerta escondida.

La tarde está perdida
y el tiempo irrepetible
se queda en el umbral.

No somos siempre igual.

Cada día vivimos un lamento.
Andamos… y sólo somos
los hijos de un momento.

El joven licenciado dio el último trago y se tumbó completamente sobre el suelo. Comprendió que el anciano poeta extranjero había escrito aquel verso porque no había encontrado la paz que tanto persiguió. Debía haber algo más… algo que él desconocía todavía… pero que debería ser como una luz para todos los seres humanos. Deseaba descubrirlo. Y pensó que aquel anciano debería haber sido algo más que un simple bohemio hedonista. Las lágrimas corrían por su mejillas. La botella, escapada de la mano, rodó un par de metros y quedó atrapada en un arbusto. El papel descansaba sobre su gabardina. Una ráfaga de aire lo elevó, bruscamente, y fue desplazándolo hasta perderse allá, al final del jardín.

Entonces el joven licenciado sintió un dolor en el pecho. Introdujo la mano en el interior de su gabardina y tropezó con el libro de Historia Contemporánea.

Semiborracho, embadurnado de lágrimas, recordó que había terminado la carrera de Derecho y, sin embargo, lo únioc que le gustaba estudiar era la Literatura y la Historia.

Sacó el libro y, al contemplar la portada, algo así como un chispazo eléctrico recorrió su cerebro. Los ojos le parpadearon y cuando volvió a mirar se encontró frente a la imagen de la seta atómica. En la portada, la explosión de la bomba de Hiroshima servía de presentación al libro.

Abrió por la página 127 y leyö: “6 de agosto de 1945.- Los norteamericanos arrojan la primera bomba atómica sobre Hiroshima, que queda totalmente arrasada bajo la seta de gas. Comienza una nueva fase en la historia militar. El 9 de agosto los norteamericanos arrojan la segunda bomba atómica sobre Nagasaki, que queda arrasada”.

Hizo álculos mentales y… entonces… comprendió toda la verdad. El anciano poeta extranjero debía de tener treinta y cinco años cumplidos cuando intentaron casarle con la princesa. Debió ser el día de la explosión. Por eso abandonó todo y se dedicó a caminar, entre bohemio y vagabundo, por la Tierra. Hasta sólo había sido un nihilista al que le gustabsa el placer por el puro placer. El joven licenciado comprendió que el anciano poeta extranjero había ido por lo caminos para descubrir la figura de la Tierra y que ésta se había convertido en su verdadero amor…

Pero había una frase, bulliéndole en el cerebro, que el joven licenciado no entendía: “¡No lo olvides nunca… la Tierra ya no es redonda…!”. ¿Por qué?. ¿Por qué le había citado aquella frase el anciano poeta extranjero?. Conocía a la Tierra lo suficiente como para no decir tal incongruencia. Sin embargo, alguna razón debía existir para que en términos tan explícitos, hubiese asegurado aquello. Alguna razón debía existir para que hubiese preferido a la Luna llena, aquella que se reflejaba en el fondo del pozo.

Apretó fuertemente los ojos. Intentó profundizar en la filosofía existencialista del anciano poeta extranjero. Por su mente circularon ideas como la valoración de lo individual y subjetivo en el hombre; el proceso que determina al hombre como algo que está en trance de hacerse; la especial importancia de la libertad; el hombre de Kiekergaard frente a Dios en soledad y angustia; el hombre “unamuniano” de carne y hueso; el ansia de inmortalidad; el ser en el mundo de Heidegger; la coexistencia, la conciencia del yo, la ausencia de Dios y el absurdo “sartriano”; la Libertad; el Ateísmo; la Angustia; la Muerte…

Miró la esfera de su reloj. Eran las doce menos veinte. Y, borracho en la soledad del jardín, quedó profundametne dormido.

El sueño fue atormentador. Vio casas desplomarse, envueltas en pavorosas llamas, así como los trajes y los vestidos de los hombres, mujeres, ancianos y niños que morían horrorosamente carbonizados. Espeluznantes alaridos surgían de las gargantas. El pelo de una muchacha despedía tan elevadas llamas que se ensuciaba el techo de la vivienda con un hollín negruzco. Las uñas se caían a trozos.

Una oleada profunda de viento muy frío le despertó dando un sobresalto. Entonces se dio cuenta que su mano izquierda se encontraba aferrada a un objeot carnoso. Giró la cabeza en esa dirección. Sus ojos, en el recorrido, volvieron a tropezarse con la esfera del reloj. Eran las doce menos cinco. Cuando se fijó en el objeto al que se aferraba su mano, descubrió que era una seta nacida de las continuas lluvias.

– ¡¡Maldita!!. ¡Tú has matado al anciano poeta extreanjero!. ¡¡Asesina!!. ¡¡Por eso la Tierra ya no es redonda!!. ¡¡Tú le has dado forma a esta Tierra maldita!!.

Y, apretando con fiereza inusitada en él, intentó estrangularla.

La seta resistía admirablemente: la mano izquierda del joven licenciado se cerraba cada vez más. Pero la resistencia de la seta hacía que gruesas gotas de sudor perlasen la frente del joven licenciado. Todo su cuerpo estaba lleno de sudor cuando sintió una corriente de energía que, partiendo desde la seta, le circulaba por todas sus células. Una duda le inundó la mente. Sabía que existían dos clases de oronjas casi iguales: la “amanita caesárea”, excelente comestible y considerada como la mejor de las setas, y la “amanita phalloides” que, por el contrario, era tremendamente mortal y se consideraba como la más peligrosa de las setas.

Entonces le vino a la memoria que, en uno de los libros de Ciencias Naturales, leído años atrás, se detallaban las anatomías físicas de las setas. La mano seguía profundamente cerrada, rodeando el pedicelo. Se acordó que era en el pedicelo donde existía la mayor diferencia entre ambas especies. La “caesárea”, comestible, poseía un pedicelo aranjado, mientras que el pedicelo de la “phalloides” era de color blanco.

Por unos momento dudó. El recuerdo del anciano poeta extranjero le martilleaba las sienes; sin embargo, la extraña sensación que recorría sus células le hizo abrir lentamente la mano. Cerró los ojos. Tuvo unos segundos de convulsiones, y un temblor le estremeció los músculos de todo su cuerpo… pero dirigió sus ojos a la seta.

¡El pedicelo era anranajado!.

Súbitamente, sin tiempo de meditación, un extraordinario sentimiento de amor llenó su existencia. Un amor tan profundo que se convirtió en espiritual.

Un poco asustado se levantó repentinamente. Los vapores de la borrachera habían desaparecido. Volvió a mirar a la esfera del reloj. Eran las doce en punto. Descubrió que durante veinte minutos había estado agarrando a la seta.

– ¡¡Los veinte minutos que faltaban!! -exclamó- ¡Ahora comprendo que mi sitio, el sitio adecuado donde felizmente quedaré dormido, debe ser este pequeño espacio del jardín; aunque mi padre se empeñe en decir que soy un estúpido!.

Se apartó unos metros. Enrolló el libro de Historia Contemporánea en el pañuelo verde que le había enroscado al cuello la prostituta, lo depositó en un banco y se quedó, pensativo, mirando el reloj.

Era el único, del grupo de bohemios que se citaban en la vieja taberna, que portaba reloj de pulsera. Quizás también el mozo acompañante del anciano poeta extranjero lo había estado llevando, pero bien era sabido quen nadie pensaba en él como bohemio. Ocurría que a éstos no les interesaba el tiempo, porque lo único improtante era la intensidad. Se dio cuenta entonces del mensaje y arrojó el reloj de pulsera lo más lejos posible.

Se inclinó hacia el suelo. Allí se enconontraba el sobre del poema que le había dedicado el anciano poeta extranjero y, tomándolo, escribió en el dorso.

Por un camino de espuma
y un sueño de amiga interna
entraste en mi sensación,
y al abrir el alma al viento
encontré en el sentimiento
la ayuda de tu canción.

Tu cuerpo será mi impulso
y tu presencia mi empuje
y en la ditancia que impuso
el mundo con su función
serás la fuente que fluye
el tic-tac que se diluye
dentro de mi corazón.

Y lo escondió en el enmarañado arbusto, oculto a los ojos de los transeuntes y al lado de la seta.

Caminó luego, totalmente embriagado de felicidad, hacia la buhardilla. El libro de Historia Contemporánea, enrollado en el pañuelo verde, quedó depositado en el banco de su “jardín de la esperanza”.

Después, en la buhardilla, el joven licenciado durmió profudamente mientras su mano izquierda descansaba en el pelaje blando del perrillo blanoc y negro.

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