Los paletos del Servicio Militar Obligatorio cantaban una verdadera estúpida canción sobre una cabra (como cabreros que eran nada más); pero los lagartos madrileños cantábamos algo mucho mejor: “Si me quieres dímelo o si no vete al carajo que otras mejor que tú he podido tener yo debajo”. Ni el prodigioso flamenco ni mucho menos el cantante Patxi Andión, el de la Compañía de enfrente, lo podía superar con “un día bajó y una estrella” y “la rumba del cañón”. ¿Qué me importaban a mí sus estrellas y, sobre todo, las rumbas de los cañones?. Por eso Amparo Muñoz estaba esperando a cortar por la sano. Y mientras tanto ensayábamos, todos juntos, en los servicios higiénicos, la canción de los legionarios. Pero no. Nosotros no éramos los novios de la Muerte. ¿Cómo íbamos a ser nosotros, los lagartos madrileños, novios de la Muerte si lo único que amábamos era la vida?.
Así que cantábamos “soy valiente y leal legionario, soy soldado de brava legión y nada nos importa la vida anterior de cada uno de nosotros”. Seguíamos siendo los Rebeldes con Causa Justa de la Tercera Sección de la 44 Compañía del CIR número 2 de Alcalá de Henares.
A mí me seguía importando menos que una metáfora más o una metáfora menos aquello de limpiar el cetme según el capricho del alférez flacuchento y pálido pues nunca acepté, para nada, aquello de “desde hoy tu cetme es tu novia”. Aquello de “mi cetme era mi novia” me hacía partirme de risa. Me daba igual aprender o no aprender a desmontar y montar el cetme con los ojos cerrados o con los ojos abiertos mientras al alférez flacuchento le entraba la rabia. En realidad mi cetme no era mi novia y las armas de fuego no me interesaban en absoluto, salvo aquella granada de mano que dejó estupefacto al capitán González y otra vez lívido de envidia, al alférez de la “nueva escuela”. Y por eso, a los lagartos madrileños, no nos importó su castigo. ¿Castigo?. No. Nos entró la risa aquel castigo del ígnoro alférez de la “nueva escuela”. La verdadera Nueva Escuela la estábamos nosotros creando, día tras día, tarde tras tarde y noche tras noche, cuando dentro del caserón de la 44 Compañía nos negábamos a limpiar hasta el límite de lo imposible, con betún, las botas militares hasta dejarlas más deslumbrantes que el sol. ¿Para qué servía aquella estúpida costumbre si al día siguiente se nos iban a volver a llenar de polvo y sudor (pero sin lágrimas) en los ejercicios de la instrucción obligatoria?. No. Ninguno de los lagartos madrileños derramamos ni una sola lágrima. Solo polvo y sudor. Solo polvo y sudor en nuestras botas militares que, obligatoriamente, nos habían impuesto los oficiales franquistas. ¿Y qué me importaba a mí si Franco iba a vivir diez años más, o veinte años más, o treinta años más?. No. No me importaba para nada aquel asunto. Eso les preocupaba mucho a los paletos de la Compañía pero a los lagartos madrileños de la Tercera Sección solo nos importaba la Eternidad que habitaba más allá de las tapias del CIR número 2 de Alcalá de Henares.
Así que probábamos toda clase de actividades alternativas para poder salir indemnes de aquellos tres meses de infierno donde nuestras botas militares siempre se llenaban de polvo y sudor (quizás también hasta de sangre alguna que otra vez)… pero jamás derramábamos una sola lágrima por eso. Solo polvo, sudor, algo de sangre y el fango de los terrenos baldíos cuando la lluvia los anegaba. Aquel fango era la sustancia que más nos elevaba a la categoría de soldados brillantes. El fango y el aprender a girar hacia la derecha o hacia la izquierda, o aprender a dar la media vuelta sin descomponer las filas y sin perder el ritmo… y lo aprendimos… pero ni la izquierda ni la derecha tenían importancia alguna y aquello de dar la media vuelta nos divertía porque era como un juego de niños para nsotros, los lagartos madrileños de la 44 Compañía.
Los lagartijas languidecían sus miradas, pero nosotros siempre llevábamos, al son del canto de los legionarios, la vista al frente; sin importarnos que, a veces, cayésemos en alguna trampa, porque sabíamos siempre caer pero sabíamos siempre levantarnos. Había otros, de una Compañía lejana, que cantaban canciones cursis y tan ridículas como cantar a los calamares, pero nuestro canto era el mejor: “Si me quieres dímelo y si no vete al carajo, que otras mejores que tú he podido yo tener debajo”. Quizás fuese verdad o quizás sólo fuese mentira per éramos así. La cantábamos con el corazón en bandolera y con voz clara y fuertemente varonil, para que la escucharan quienes tenían que escucharlas. Y la aprendí tan bien que , alñunos años más tarde, se la tuve que cantar a más de una (especialmente a Carmen “La Malagueña”) cuando ya mi meta a corto plazo era ser un verdadero profesional de la Comunicación en la Universidad Complutennse de Madrid.
Y después aprendí que “el zapador que cae en la alambrada” era ser un hombre de verdad y no un niñato con las chicas; capaces de lanzarnos al vacío desde un tren en marcha o capaces se saltar por los aires mientras cortábamos las alambradas del campo de minas de los enemigos. Así era aquello. Asi era la vida. Y así era lo poco que me importaban a mí las armas de fuego; los disparos uno tras otro o las ráfagas de tres en tres seguidas. Total ¿para qué diantres sirven las guerras? me preguntaba yo a mí mismo. Y ya, durmiendo en los camastros de las literas de tres en tres, me ponía a soñar con la paloma de la paz, con la infinita paz de mis sueños y con esa eterna y pacífica paz de mi existencia.
Y llegaron, un día, los famosos “paracas” con sus flamantes uniformes y sus brillantes pañuelos amarillos y verdes en el cuello (que parecían cromos recién salidos de un álbum para niñas pijas) y se pasearon haciéndose los chulitos mientras nosotros, los lagartos madrileños, sólo mirábamos impertérritos y callados. Hasta que una noche negra y oscura, como boca de lobo, a la luz de las linternas hicimos una famosa marcha hasta su campamento y cuando llegamos allí habían huído como almas en pena. !Aprendieron tan bien la lección que nunca más vovlieron a chulearse de nosotros!.
El capìtán González me ordenó ocupar un puesto central en la primera fila a la hora de los desfiles pero me negué a ocupar el lugar del desmayable catalanista Oms y seguí prefiriendo ser, solamente, el primero de la seguna fila. Y mi padre seguía observándome en silencio y hacía, en silencio, comparaciones con mis otros tres hermanos.