Acróbata del aire con piruetas hacia la Nada. Tragafuegos de la noche. Pasa la mano y algunos le dan unas cuantas monedas… Me lo quedo mirando a los ojos. Son ojos de Silencio como los del duro sílex de la Prehistoria. No me dice nada. Solo mueve la boca pero no dice nada. Se va al rincón de la esquina, junto a la alcantarilla de los deshechos. Toma su bolsa de pegamento y comienza a inhalar hasta que se queda dormido en la ciega Noche. Allí. En el duro asfalto de la calle de Nadie. Es uno más de los habitantes del suelo que con tanta sensibilidad presentó Grekosay hace unos días. Y me hace recordar… tiempos de angustia en las noches de Madrid. Esto, sin embargo es Quito… pero las calles de los desamparados también abundan por acá. Es solo un niño… un Niño De La Calle.
Y miro sus harapos y el montón de hojas de periódicos con que se ha tapado del Dolor. El Código de la Niñez queda pringado de cieno… y la Declaración de los Derechos Humanos sigue presentándose tan pisoteada como desde sus principios. No sé por qué lo hago pero me siento yo también culpable y sin una culpa real pero sí con una culpa verdadera voy y le pido perdón, mientras le acaricio la cabeza. Abre un momento los ojos. Me sonrie y queda dormido en el limbo de su infancia. Apenas tiene once años de edad. A penas me suenan sus sonrisas. Y a duras penas sigo el camino recordando… recordando… recordando… mientras los diputados y el resto de los políticos siguen en la televisión diputeándose los unos a los otros con su jerga de desconsiderados camaleones de la realidad. Quisiera tener simplemente un cartón (de esos que me hace recordar el profundo y sentido texto de Grekosay) para taparle sus somnolientos ojos y que pueda soñar… soñar… soñar con otro Nuevo Mundo distinto al que se descubre en las noches de Latinoamérica.