Llegué a un puerto olvidado, invadido por un olor a descomposición, a pescado, a conchas, a mierda y a pena. Estaba infestado por oxidados barcos de grandes anclas aferradas en el fondo del mar; anclas que hace tiempo no ven la superficie, barcos que no recuerdan ya su recorrido porque el hombre los ha abandonado. Pequeñas covachas de caña y palma yacían aglomeradas a lo largo de la orilla. El grito de los vendedores, el llanto de los niños, el ruido de los viejos coches invadían el lugar y saturaban el aire casi imposible de respirar. El calor, la humedad y mi sudor adherían las prendas a mi cuerpo.
– !Por ti estoy aquí!. ¿Teresa, dónde estás?. Miro a todas partes, tratando de hallarte entre el bullicio y la pobreza pero no encuentro más que gente hambrienta que lucha contra una bandada de gaviotas que lanzan enérgicos picotazos tratando de conseguir un poco de comida.
– Su lucha es mi lucha Teresa porque, al igual que ellos, yo estoy aquí, hambriento de ti, tratando de subsistir.
En un nuevo intento por encontrarte me acerco a un viejo marinero que se encuentra sentado frente a mí. Ha pasado alló durante horas, de seguro te ha visto.
– ¿Conoces a Teresa? – le pregunto – Una mujer de largas trenzas y ojos negros como la noche.
– ¿Teresa?. Exclama el hombre.
– !Sí, Teresa!. Exuberante figura de sal, mi amada Teresa, de pelo color ceniza y rostro erosionado, ella a quien la vejez tomó por sorpresa.
– Ahh sí, Teresa… – suspiró el anciano. – Teresa mujer fugaz, Teresa aire, Teresa fuego…
– !Sí, ella, Teresa!. Díme: ¿Dónde está, la conoces, la has visto? – Grité con ansias.
No respondió.
– ¿La has visto? – Le repetí mientras lo sacudía con fuerza.
– !Teresa, Teresa!- Comenzó a gritar el anciano. – Yo también busco a Teresa-.
(Cuento que envío con permiso de su autora María Isabel Solano)