Cuento de verano, breve y con una moraleja que habrás de descubrir.
Quizá fue aquel rayo de luz, propio de un sol de mediodía, a finales del mes de junio. Desde aquella pupila que apenas veía el mundo exterior, llegó al fondo del tuétano y le despertó. Fue un lento proceso que duró tres días, pero una transformación vertiginosa para aquel ser humano al muchos médicos daban por muerto en el mundo consciente.
Primero fueron las sensaciones, como la luz cegadora que le obligó a cerrar los ojos. Luego el ruido del entorno y el olor a tierra mojada. Más tarde, la visión de quienes le rodeaban, todos vestidos de blanco, los viejos y los jóvenes. Durante años había padecido frío, poco o mucho frío, pero siempre frío. Aunque ahora la brisa era templada y tranquilizante. Tampoco le dolía nada, no sentía ninguna de aquellas magulladuras que durante tanto tiempo le habían acompañado.
Más tarde, quizá al día siguiente, llegaron las palabras. No eran las que escuchaba provenientes del exterior, aunque aquel galimatías -del que hacía tiempo se había desentendido- empezaba a serle inteligible. Fueron las voces interiores, las que le susurraron nuevas emociones. Musitó “padre”, y los ojos se le humedecieron con alguna olvidada remembranza. Luego, surgió “madre”, y las lágrimas le anegaron el rostro. No entendía muy bien el porqué de la fuerza de aquellos mensajes vocalizados. También susurró “sol”, “luna”, “aire”, “agua”, “pan”,… y llegó a mascullar otras que le dolieron por dentro cuando se las repetía, una y otra vez, “ido”, “idiota”, “loco”,…
Por último, aparecieron los recuerdos. Eran memoria de tiempos muy lejanos, de su desvanecida infancia. Jugando en alguna playa, saltando sobre las olas, merendando con sus padres,… Poco a poco, desde la neblina del olvido, fue asomándose otra figura querida. Alguien a quien amó, desde que ambos eran niños. Alguien a quien perdió, cuando ella se hizo mujer, cuando ella le rechazó y lo abandonó. Entonces llegó a comprender lo que le había llevado hasta aquel hospital mental. Ya no le dolía tanto,… Seguramente tantos años de demencia habían borrado, en parte, la herida.
También adivinó que no sólo había sido aquel rayo de sol lo que le había devuelto la cordura. Había sido la música que se escuchaba en el jardín del sanatorio, puesta por alguna desconocida mano caritativa. Alguien, con sabia intención, le había cuchicheado al oído: “La buena música borra los malos recuerdos”. Hasta se dijo a sí mismo, en pleno proceso de recuperación: “Una bella teoría, tan útil como incierta”.
Se propuso comunicar a los demás su mejoría. Debía superar la prueba del tribunal médico y salir a buscar a aquella amada que apartó sus vidas. Tenía que decirle “algo”, si llegaba a encontrarla… Cuando se convirtió en un hombre con un plan, un brillo en su mirada delató su recobrada inteligencia… y su decidida resolución. Sin él advertirlo, una leve sonrisa apareció en su cara. La primera expresión de felicidad en más de una década…
(Quizá continúe.)
Mikel Agirregabiria Agirre
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